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Caballos en videojuegos: mucho más que un medio de transporte

Elden Ring se une a nombres como Zelda, Elder Scrolls o Red Dead Redemption para ofrecer una gran aventura ecuestre. Hoy recordamos algunas de ellas.

Caballos en videojuegos: mucho más que un medio de transporte

Tras años de espera y un pequeño retraso de última hora, Elden Ring se pondrá a la venta el 25 de febrero de 2022 retomando una fórmula, la de los Souls, que ha hecho de From Software uno de los estudios más influyentes de la última década. Sin embargo, esta nueva obra no solo viene dispuesta a aprender de sus antecesores directos, también a abrazar otra tradición jugable inaugurada y popularizada por sagas más antiguas como The Elder Scrolls, The Legend of Zelda, Assassin’s Creed o Red Dead Redemption. Hablamos, por supuesto, del uso de caballo para explorar mapas amplios e incluso luchar sin necesidad de bajar de nuestra montura.

Este jueves, Bandai Namco (productora) ofreció un nuevo y extenso vistazo al juego, que pronto tendrá beta privada. Lumbres para usar como puntos de control y teletransporte, frascos limitados para recuperar vida, invocaciones de otros jugadores para pelear en equipo... Algunos elementos pueden regresar con nuevos nombres o funciones, pero todo es más familiar que nuestro asistente equino, útil no solo para cubrir grandes distancias, también para salvar peñascos pronunciados saltando desde remolinos de aire o tener una oportunidad justa frente a enemigos de gran tamaño como dragones. Por ese motivo, y porque estos animales son compañeros fieles que merecen un homenaje también en sus encarnaciones virtuales, hoy dedicaremos un espacio a recordar y celebrar algunas de las mejores aventuras con caballos.

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A caballo entre las dos y las tres dimensiones

Como casi cualquier otro concepto imaginable, desde coches hasta naves, pasando por extraterrestres, fantasmas o nazis, los caballos han estado presentes de un modo u otro desde los albores de los videojuegos. En 1981, el Stampede de Atari 2600 ya nos dejaba ir de rodeo, y saltando una década exacta hacia delante, Sunset Riders se convirtió en una de las recreativas más memorables de Konami al aunar su destreza en los run and gun con un Salvaje Oeste donde no faltaban vaqueros, forajidos, estampidas de ganado o intensas secciones de tiroteos a caballo junto a las vías del ferrocarril. Sin embargo, todavía habría que esperar un tiempo para ver a estos animales como algo más que un complemento temático. Para que los juegos les diesen el espacio suficiente como para convertirse en compañeros de verdad. Aliados con los que crear un vínculo de dependencia y, quién sabe, quizá también cariño.

En 1996, diez años antes de que Oblivion pasase a la historia por espolear la fiebre de los complementos de pago precisamente con una armadura para caballos, el desmesuradamente ambicioso Daggerfall ya nos dejó comprar a uno de estos animales para cabalgar —y combatir— a través de los cientos de miles de kilómetros que abarcaba el mapa. Pese al importante salto técnico dado desde su antecesor (Arena, de 1994), la segunda entrega de la saga The Elder Scrolls todavía llenaba su mundo 3D con personajes, animales y otras bestias en 2D (lo que incluía, cómo no, a los propios caballos) pero era tan rico en opciones roleras como en escala: gracias a la generación procedural de terrenos, aldeas y mazmorras, el juego tenía una extensión apabullante, varias veces más grande que la de cualquier otra entrega desde entonces.

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Hacerse con una montura, por tanto, era prácticamente imprescindible para desplazarse a una velocidad razonable, fuese en las travesías entre ciudades o fuese dentro de sus confines, a veces tan grandes como para disuadir del paseo a pie. Esta apabullante amplitud fue a la vez una de las mayores fortalezas y una de las mayores debilidades de Daggerfall, juego capaz de vender la sensación de estar en un mundo de fantasía más verosímil porque en su mayor parte permanecía ajeno a las proezas del jugador aunque este se tirase cientos de horas en él, pero también falto de ese grado de distintividad que el diseño a mano proporcionaría a partir de Morrowind. El caballo era un compañero fiel y necesario, pero todavía un instrumento utilitario ante todo y, al igual que la mayor parte del mundo, su única personalidad era aquella que proyectaba cada jugador en base a sus propias experiencias.

La leyenda de Epona

Es un caso opuesto a Epona, yegua de la saga Zelda que se estrenó en un juego que podría haber prescindido de ella, pero dejó huella a aquellos que la rescataron para galopar por la campiña de Hyrule. Conseguirla no era obligatorio para completar Ocarina of Time, los obstáculos que ayudaba a salvar (las vallas hacia el lago Hylia y el puente roto hacia la fortaleza Gerudo) tenían métodos alternativos para ser sorteados, pero el juego empujaba de forma natural hacia ella. No era casualidad que durante la primera incursión en la capital para conocer a la princesa, tras cruzar la imponente llanura central, nuestro camino se cruzase con el de la joven Malon. Ni tampoco que siete años más tarde, tras abandonar el Templo del Tiempo y ver el bullicioso mercado destruido, el Rancho Lon Lon se erigiese como el primer lugar amistoso al que regresar para descubrir que el malhumorado Ingo era el nuevo capataz y servía a Ganondorf.

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La escala de Hyrule, admirable para la época, pero muy concentrada al lado de Daggerfall o cualquier open world moderno, facilitaba acabar sumergido en esta subtrama a pesar de ser opcional más allá del primer encuentro. La curiosidad del niño recompensaba con una melodía para ganar la confianza de la potrilla; y la destreza y el sentido de la justicia del adulto, nos impulsaba a llamarla y a retar con ella a Ingo, que la perdía en una apuesta para llevarse la necesaria cura de humildad. Eso era después de escapar a su encierro, claro, momento en el que por fin podíamos cabalgar fuera de los muros y cruzar la campiña a toda velocidad para cumplir los recados contrarreloj destinados a conseguir la espada Biggoron, participar en la prueba de tiro de la fortaleza Gerudo o regresar al rancho para que la agradecida Malon nos propusiese un reto de salto con el que conseguir nuestra propia vaca.

Dos años más tarde, Majora’s Mask dio continuidad al vínculo entre Link y Epona, cimentando su estatus como un nuevo elemento intrínseco a la fórmula de Zelda en 3D. La yegua había llegado para quedarse, o eso parecía, porque The Wind Waker pilló a todos por sorpresa cuando se pasó a los dibujos animados y cambió las llanuras verdes por un océano y un bote parlanchín. Fue la clase de reinvención que ha ayudado a mantener la saga fresca tantos años, y el tiempo ha acabado situando esa entrega entre las favoritas de muchos fans, aunque entonces también dejó a muchos otros con ganas de ver cómo se adaptaría una épica más clásica a GameCube. Y así, cuando en 2004 Nintendo reveló que el siguiente Zelda iba a ser justo esto, una aventura de gran escala con combates multitudinarios a caballo, el tráiler se recibió con una clase de júbilo que hemos visto muy pocas veces antes o después.

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Cabalgando entre colosos

Es debatible hasta qué punto Twilight Princess logró colmar semejantes expectativas cuando salió a la venta a finales de 2006 con tanto o más foco en la transformación de Link en lobo y los controles mediante sensores de Wii. Lo que sí es difícilmente debatible es que entre medias, un juego de la factoría PlayStation se ganó el corazón de los amantes de caballos y la épica con una propuesta más original y arriesgada. Shadow of the Colossus no tenía batallas multitudinarias. Tampoco aldeas o mazmorras. Su mundo, la Tierra Prohibida, ofrecía praderas, desiertos, bosques, formaciones rocosas y ruinas de piedra deshabitadas entre las merodear durante varias horas, alzando de forma ocasional la espada al cielo e iluminando el rumbo hacia el siguiente coloso de la lista. Siempre en silencio, siempre en solitario. 

Solo que no era realmente el caso gracias a Agro (nunca referida directamente como yegua, pero también hembra según Fumito Ueda). A medida que explorábamos más rincones, nos maravillábamos con más vistas y derrotábamos a más colosos, la Tierra Prohibida se vaciaba todavía más y ese vínculo entre Wander, el protagonista, y Agro también crecía entre el jugador y la yegua. A diferencia de Epona, Agro era un animal con cierto grado de autonomía en el control y las decisiones: en carrera, se redirigía para apartarse de obstáculos, permitiendo que su jinete incluso pudiese ponerse de pie sobre ella para preparar un salto en carrera; y frente a los colosos, también escapaba para evitar sus embestidas si el jugador menos considerado la dejaba en situación de peligro, donde un mal golpe la hacía cojear de forma temporal para limitar sus movimientos y alimentar la sensación de culpa.

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Después de todo, ella nos había llevado hasta allí a través de kilómetros y kilómetros de nada (una nada tan o más metafórica que literal), y ella era también la clave para derrotar a varios de los colosos, así que velar por su seguridad era lo mínimo que podíamos hacer a cambio. Agro fue tan esencial para la experiencia de Shadow of the Colossus como los propios gigantes que le daban título, y la obra se convirtió en uno de esos ejemplos paradigmáticos del videojuego como arte por construir esta relación con el mando, a veces incluso contradiciendo las normas no escritas por los demás. Evitando la respuesta perfecta al control para preservar su identidad como animal y no vehículo mecánico, y dejando que el sonido de los cascos golpeando el suelo fuese la banda sonora de la mayor parte del juego.

El retraso europeo de Shadow of the Colossus le hizo aterrizar en nuestras tiendas apenas un mes antes que Oblivion, primer Elder Scrolls en alta definición para consolas por la gracia de Xbox 360. Tras ausentarse en Morrowind, los caballos regresaron para explorar la extensa provincia de Cyrodiil, aunque la mayor densidad de sus bosques, el comportamiento más robótico de los propios animales, la necesidad de bajarse para luchar y el demasiado conveniente teletransporte entre ciudades les impidieron lograr un impacto comparable al de Agro en el más limitado hardware de PlayStation 2. No obstante, fueron un buen aperitivo de las cosas por venir, y no solo por la antes citada armadura de pago: Oblivion multiplicó las ventas de sus antecesores y fue coronado como el mejor juego del año por más publicaciones que cualquier otro, pavimentando el terreno para el todavía más exitoso Skyrim y un auge de los mundos abiertos que ya no tenían por qué centrarse en vehículos motorizados.

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De vuelta en el Oeste

Antes de la generación de Xbox 360 y PlayStation 3, títulos como Ocarina of Time o Shadow of the Colossus habían ofrecido mapas amplios para recorrer a caballo, y entre ellos, el GUN de Neversoft (2005) había recuperado el Salvaje Oeste para internarse de una forma todavía tímida en el molde sandbox popularizado por Grand Theft Auto III pocos años antes. Pero una vez los desarrolladores dispusieron de máquinas más potentes, la escala se convirtió en el método más fácil para impresionar: tras firmar sagas aclamadas como Prince of Persia y Splinter Cell en las consolas precedentes, en 2007 Ubisoft Montreal estrenó Assassin’s Creed, juego de perfil histórico que dejaba cabalgar hacia varias ciudades de la época de la tercera cruzada. Pese a sus altibajos, la propuesta triunfó y pronto sería sucedida por una secuela tras otra, con algunos parones y reformulaciones por el camino, pero manteniendo ideas como la escalada, el uso de atalayas para completar mapas y, claro está, los caballos.

Sin embargo, el nuevo fenómeno de Ubisoft no tardaría en ser eclipsado por una bestia en gestación desde antes de su estreno. Otro juego del Oeste destinado a reinventar el menos popular Read Dead Revolver de PS2, que había sido en esencia un Sunset Riders más sofisticado, pero todavía anclado en una progresión muy arcade. En 2010, tras un desarrollo largo y extremadamente costoso, Red Dead Redemption se convirtió en el “GTA Western” por antonomasia, y no solo porque llevase el sello Rockstar, sino porque culminó una evolución varias décadas en proceso: Redemption juntaba en el mismo disco los tiroteos más intensos de Revolver, los rodeos de Stampede, la gran escala de Oblivion, las pequeñas historias memorables de Zelda, el mimo histórico de Assassin’s Creed e incluso la solitud reflexiva de Shadow of the Colossus. Cazando o simplemente explorando, jinete y caballo compartían horas de vida alejados de una civilización todavía por llegar.

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Si GUN había salido de la escuela de Grand Theft Auto III, Red Dead Redemption lo hizo de escuela de Grand Theft Auto IV, entrega ahora quizá no tan celebrada como algunas de las anteriores —o la única posterior—, pero caracterizada por el giro hacia un tono algo más serio y dramático del que este título de vaqueros y forajidos se benefició para marcar todavía más las distancias respecto a otros juegos del Oeste o de mundo abierto más en general. El ritmo era lento y el contenido disperso, con núcleos urbanos pequeños y muy separados. Pero como en el caso del cada vez más lejano Daggerfall, era algo que contribuía a la verosimilitud del mundo. A diluir esa artificialidad a la que todo videojuego se enfrenta por el mero hecho de ser videojuego.

Fue una idea que la siguiente entrega llevó todavía más al extremo: frente al evidente reajuste de Grand Theft Auto V, más alocado en sus personajes y ligero en sus controles, Red Dead Redemption 2 redobló en lo mundano. No solo en el plano narrativo, con muchos más diálogos y cabalgatas de transición entre las partes más activas de cada misión, también en la naturaleza mecánica de nuestra interacción con casi cualquier faceta del juego. Esperar turno jugando al póquer en el campamento, tallar muescas en las balas una a una para mejorar su eficacia, despellejar con cuidado las presas de caza o, cómo no, dar tratos apropiados a nuestro caballo, acariciándolo, cepillándolo y comprándole los mejores alimentos en el establo local; ninguna tarea se dejaba pasar como un acto simple e instantáneo si se podía usar para conectarnos un poco más al mundo. Incluso aunque fuese mediante la rutina.

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Grandes juegos, grandes caballos

Para la posterioridad queda también la insólita recreación de los genitales de los caballos a la temperatura del entorno, animados para encogerse con el frío como lo harían los de un animal real. Es un síntoma tanto de la obsesiva atención puesta en los pequeños detalles como de la cuestionable cultura del trabajo que hizo semejantes proezas posibles, aunque por suerte tampoco sea algo imprescindible para lograr que el jugador cree un vínculo con un puñado de polígonos. Sardinilla, la yegua que montamos en The Witcher 3, es otro de esos personajes que se pueden definir como tal y se han hecho querer por el gran público sin necesidad de ser humanos o mediar una palabra (al menos hasta una de las expansiones) porque el trabajo con el guion y la caracterización de Geralt se han encargado de ello.

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Del mismo modo, aunque Breath of the Wild haya decidido no poner a nuestro alcance una reencarnación formal de Epona (a menos que usemos un amiibo), el hecho de poder domar y bautizar caballos salvajes sirve para reforzar la máxima de que este Zelda no va sobre seguir un camino predeterminado por los desarrolladores, sino sobre trazar uno propio con nuestras decisiones, y de paso dar cabida a misiones que nos ponen en busca de ejemplares especiales como el elegante caballo blanco de la familia real o el enorme semental de Ganondorf (ambos, por supuesto, más difíciles de conseguir que los normales). Dada la exploración más libre en el rumbo a tomar, la mayor amplitud y variación del terreno, y la posibilidad de usarlos en combate, sus atributos los hacen más o menos convenientes para cada situación, pero encariñarse con uno y usarlo toda la aventura sigue siendo una opción viable.

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Volviendo a Elden Ring, el tiempo dirá cómo ha acometido From Software la labor de integrar por primera vez montura en una saga (si nos permitimos agrupar todos los Souls bajo el mismo paraguas) que hasta ahora ni la tenía ni la necesitaba en base a su tipología de diseño. No han sido pocos los que han señalado, después de ver los tráileres, que quizá podría haberse llamado Dark Souls 4 y aquí no habría pasado nada. Y es comprensible: el juego hace uso de mecánicas, clases, animaciones y enemigos que parecen directamente extraídos de algunos de los juegos previos, o varios a la vez. Pero también tiene un corcel mágico que requiere espacio extra para correr, para explorar, para pelear. Algo que puede afectar de forma bastante significativa a las demás facetas del diseño y tentar a que los fans acaben diciendo, una vez empleadas varias docenas de horas en su mundo, que “esto no es Dark Souls”.

Porque es fácil hablar de Ocarina of Time como uno de los juegos más laureados de la historia, pero lo cierto es que en su día a no todos les gustó perder la densidad pantalla a pantalla de A Link to the Past o Link’s Awakening, y aún ahora muchos los siguen prefiriendo a las cada vez más grandes aventuras en 3D. Con Elden Ring, Hidetaka Miyazaki y su equipo tienen la oportunidad de dar continuidad a una fórmula querida, de éxito contrastado, y a la vez hacerlo en sus propios términos. Sin más ataduras que las elegidas. Sin más expectativas para cumplir que las que ellos mismos se propongan prometer. En qué se traduce eso exactamente, y si sirve para hacer de este nuevo compañero cuadrúpedo otra de esas leyendas equinas del medio, de nuevo, solo el tiempo lo dirá. Y cada vez es menos el que falta para averiguarlo.

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Elden Ring

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  • Acción

Elden Ring es un título de acción RPG a cargo de From Software y Bandai Namco para PC, PlayStation 4, Xbox One, PlayStation 5 y Xbox Series. Álzate, Sinluz, y que la gracia te guíe para abrazar el poder del Círculo de Elden y encumbrarte como señor del Círculo en las Tierras Intermedias. Un vasto mundo perfectamente conectado en el que los territorios abiertos estarán repletos de situaciones y mazmorras enormes con diseños complejos y tridimensionales.

Carátula de Elden Ring
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