Una muñeca de porcelana con los ojos cerrados
¿Qué diríais que significa hoy en día ser aficionado al fútbol? Hasta hace poco era una pregunta fácil de responder. Un aficionado se sacaba un abono, iba al estadio los sábados o domingos cada quince días, se hacía de una peña, se desplazaba con el equipo en alguna salida del equipo. Hoy ser aficionado al fútbol incluye una ingeniería y un virtuosismo planificador que no te cabe ni en Excel premium.
Esta semana, LaLiga —debido a las retransmisiones coperas— ha modificado el horario de diez equipos en la próxima jornada. Varios de esos partidos no solo han cambiado de horario, también de día, como el Celta-Athletic y el Osasuna-Rayo. ¿No hubiese sido preferible esperar al sorteo de Copa para establecer de forma definitiva los horarios y evitar que los aficionados se sacasen vuelos, billetes, hoteles, entradas? Por supuesto que sí, pero qué importancia tienen los aficionados y sus insignificantes vidas, al fin y al cabo.
Si la cultura de los hinchas locales vive amenazada, qué decir la de los hinchas visitantes: la prioridad de los clubes es cuidar a sus propios seguidores (aunque tampoco se plantarían por ellos, sospecho), y la prioridad de LaLiga y de la Federación es cuidar sus preciados derechos televisivos, aunque estos no tengan la capacidad de sentarse en las gradas.
Los organismos que rigen el fútbol no valoran a los aficionados en función de su pasión (tal vez un poco naif, sí, pero por qué no ponernos aspiracionales), valoran a los aficionados en función de su capacidad de pago. Y en ese esfuerzo por capitalizar el apetito internacional parecen olvidarse de que los estadios llenos, el color, los cánticos, los hinchas, en definitiva, somos una parte importantísima del producto que venden tan bien envasado. Las cámaras seguirían grabando, claro, ¿pero por cuánto venderían gradas vacías?
En su clásico The Football Man, Arthur Hopcraft escribe que: “El aficionado al fútbol no es un simple observador”; al menos no debería serlo. El fútbol replegado sobre sí mismo corre el riesgo de convertirse en un deporte autómata, una peonza de madera que no gira, una muñeca de porcelana con los ojos cerrados.