La condescendencia

La condescendencia también es machismo. Comportarse, valorar o analizar algo o a alguien desde una supuesta superioridad es un error habitual y a menudo inconsciente. Por eso el machismo es estructural, un sistema que aún hoy prevalece por mucho que algunos se den fuertes golpes en el pecho mientras te aclaran que ellos tienen madre y no han venido al mundo por esporas. Incluso hermanas, mujer e hijas. Uno de los mayores avances que he percibido tras la final de la Champions femenina han sido las críticas hacia el juego y el rendimiento del Barça en Turín. La igualdad también es esto.

El análisis sociológico de lo que ha significado el Barça femenino esta temporada, después de ganar el triplete la pasada y disputar en el 2019 su primera final de la Champions, se ha hecho. Los dos récords mundiales de asistencia en el Camp Nou, el primer desplazamiento masivo de aficionados (en su mayoría familias, niños y niñas, adolescentes) para animarlas a ellas, los recuerdos de pertenencia a un equipo y un club que ya van a quedar fijados para siempre, son un paso de gigante, otro más, que ha conseguido la entidad azulgrana después de un trabajo de años en el que se ha apostado por el fútbol femenino dotándolo de estructuras y recursos económicos. El Barça llegó a la final y perdió, que es algo que está en el guion de cualquier deporte: alguien gana y alguien no, pero lo interesante ha sido comprobar cómo el análisis deportivo de la derrota ha huido de la condescendencia.

Es difícil decidir quién fue la mejor culé de la final porque todas estuvieron a un nivel inferior al acostumbrado. El repaso en la primera media hora del Olympique fue rotundo, igual que la ausencia de respuestas por parte del equipo de Jonatan Giráldez que admitió tras el partido el lastre de las pérdidas de balón y no puso excusas: “Si el rival es más fuerte físicamente hay que jugar más rápido para evitar los duelos”. Y zanjó: “Las finales se ganan o se aprenden”. En la autocrítica está la lección.