Stuyven no se quedó dormido

Una de las veces que cubrí la Milán-San Remo como enviado especial para seguir las evoluciones de Óscar Freire, me topé en la meta con Rafa Díaz Justo, que me enseñó el cuentakilómetros. “Mira, con la neutralizada, son 300 exactos”, me dijo el entonces ciclista de la ONCE. Y esa es la distancia, arriba o abajo, que se recorre año a año en el primer Monumento, el más largo del calendario. ¿Ese kilometraje compensa para una clásica que se decide siempre al final? La respuesta no la tienen clara ni los propios corredores. Van der Poel criticaba en la víspera que dos tercios de la carrera eran “aburridos” y aptos para “echarse a dormir”. Quizá se haya quedado corto. La Classicissima se resuelve siempre a partir del Poggio, en las cercanías de la meta, y ni siquiera la sobredimensionada Cipressa determina el ganador, aunque sí añade un grado de tensión y a veces, pocas, elimina a algún favorito. Los puristas dirán, seguramente con razón, que la dureza de la San Remo radica precisamente en ese maratoniano desgaste previo. Pero, como espectáculo, su aportación es cero.

La San Remo da para lo que da, que es un final vibrante de diez kilómetros, con el Poggio como juez. Eso lleva a tres posibles resoluciones: un esprint de un grupo amplio, un esprint reducido o un valiente que aprovecha los marcajes para sorprender a todos. Ayer tocó esta última versión. Cuando los pronósticos apuntaban a los tres ciclistas de moda en las clásicas, Alaphilippe, Van Aert y Van der Poel, fue Stuyven quien se apropió del premio gordo. La Classicissima concentra su emoción en ese pequeño tramo, pero ¡qué emoción! Ahí, una decisión tomada en un suspiro suele inclinar la balanza. “Aposté a todo o nada”, explicó luego el corredor del Trek. Justo lo que no hicieron sus rivales. Una jornada de 300 kilómetros y de siete horas se decanta en un instante. Y Stuyven no se quedó dormido.