Las banderas de Phelps
Han pasado 16 años, que en la natación son más que una eternidad, desde la aparición en primera línea mundial de Michael Phelps. Se clasificó para los Juegos de Sydney con 14 años. Participó con 15. Fue el deportista más joven de la delegación estadounidense. Terminó en la quinta posición de la final de 200 mariposa. Batió su primer récord mundial pocos meses después. Cinco Olimpiadas después será el abanderado de su país en los Juegos de Río de Janeiro. Si es por palmarés —18 medallas de oro, 22 en total—, nadie puede representar mejor al deporte norteamericano.
Phelps ha declarado que se retirará después de los Juegos. Con él se despedirá gran parte de una de las mejores generaciones que ha procurado el deporte. Usain Bolt, el otro gran planeta generacional, dice que esperará a los Mundiales de Atletismo de Londres 17 para despedirse de las pistas. Como ocurre con el nadador norteamericano, a Bolt le significa mucho más que su brillantísimo historial: seis medallas de oro y sus impresionantes récords mundiales de 100 y 200 metros. A Bolt y a Phelps les distingue además su instinto para el éxito dramático, la capacidad para salirse de los márgenes de lo extraordinario y lograr lo impensable. De esa clase de atletas se han visto muy pocos en la historia.
Precoz. Bolt fue tan precoz como Phelps, pero en una disciplina que retrasa más el fulgor de los jóvenes campeones. Impresionaba aquel chaval de 17 años que bajaba de los 20 segundos en los 200 metros. Jamaica lo interpretó como el advenimiento de un mesías. Ningún jamaicano había conseguido el oro olímpico en los 100 metros. Compitió en los Juegos de Atenas, en 2004, limitado por las lesiones y una presión sofocante. Cuatro años después, arrasó en los Juegos de Pekín. Desde entonces, el atletismo, que atraviesa una época crítica, está enganchado a las proezas de Bolt, la mejor garantía posible de exposición y publicidad global.
Nunca en la historia del deporte olímpico se ha asistido a una hegemonía tan larga y tan notoria como la protagonizada por Bolt y Phelps. Todavía serán los principales referentes de estos Juegos, lo que habla de su brillantez y de una falta de sucesores, o eso parece en estos momentos. Suele ser el precio que se corresponde con la tiranía de los campeones que no dejan migajas para nadie. Después de ellos se produce un vacío muy difícil de llenar.
No faltarán jóvenes luminarias, como la nadadora estadounidense Katie Ledecky, pero el foco de Río estará asignado a estos incomparables campeones, con una particularidad añadida: su edad de oro se ha caracterizado por la excelencia de sus rivales, tanto en la natación como en el atletismo y un amplísimo sector del deporte, desde Laszlo Cseh hasta Ryan Lochte y Federica Pellegrini, desde Justin Gatlin y Tyson Gay —ambos marcados para siempre por el estigma del dopaje— hasta Asafa Powell y la corte de grandes sprinters caribeños.
Se van todos después de los Juegos, y con ellos otras maravillas de su época: Nadal, bandera del equipo olímpico español, LeBron James, que no estará en Río pero participó en tres Juegos, Pau Gasol y un largo etcétera de sensacionales coetáneos, entre los que se incluyen Leo Messi y Cristiano Ronaldo. Cuando Phelps ingrese en Maracaná como abanderado, no sólo representará a su país. Para los aficionados de todo el mundo será el abanderado de una generación que ahora mismo nos parece irrepetible.