El Tour llega por fin a lo interesante

Francia es un hexágono que en su mitad noroccidental produce grandes ciclistas (Anquetil, normando, Hinault, bretón, Poulidor, limusino, Fignon, parisino) pero que sólo en su mitad suroriental (Pirineos y Alpes) produce ciclismo de verdad bonito. Quizá por homenaje a esas grandes estrellas consume cada año una semana larga en recorrer sus costas atlánticas, en un ejercicio aburrido, reiterativo y peligroso. Muchos ciclistas, muchas rotondas, mucho miedo a los cortes, mucho nerviosismo. Y muchas caídas, por tanto. Y pocas escapadas que cuajen, porque los equipos de los esprinters persiguen a los insurrectos hasta que los dominan.

No me gusta esa fase del Tour. Y cada vez menos. Ese control de los equipos de los esprinters elimina la posibilidad de escapadas bidón, aquellas en las que corredores no tenidos como favoritos alcanzan una distancia grande, se instalan en lo alto de la clasificación y luego resulta difícil quitarles de ahí. Cuando yo era chaval se produjo un caso de gran vuelco en el Tour, cuando lo ganó Walkowiack, un don nadie que pilló una escapada bidón y luego se defendió a base de moral y rabia. Ya es difícil que pase. Los esprinters parasitan este periodo del Tour. Muchos se retiran al llegar la montaña. Corren una carrera aparte. Los encuentro egoístas.

Los escaladores, sin embargo corren, todos, a ganar el Tour. Se comen el marrón de los largos llanos, los largos vientos, los abanicos, las lluvias, las rotondas, los codazos y las caídas. A algunos la broma les sale cara. A Mayo este año, por ejemplo. Pero ahora es su turno. La carretera se empina y cuentan las piernas, no los codos. Este ha sido siempre el territorio de los nuestros, desde Vicente Trueba. Mayo, Roberto Heras, Mancebo y Óscar Sevilla afilan el cuchillo. El suyo es un ciclismo grande, generoso, épico, entre montes, arroyos y abismos. El ciclismo que ha hecho del Tour de Francia lo que es: una prueba incomparable.

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