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Qatarsis argentina

Actualizado a

Cinco millones de personas acompañaron el via crucis de la albiceleste en un éxtasis coral que terminó con el ascenso en helicóptero a los cielos. Fue una fiesta espontánea que demostró de nuevo que el público argentino es el más entregado del mundo. Tanto, que compite contra sí mismo para ganar la carrera de la hipérbole emocional. Pero ni el gobierno de la nación ni la ciudad de Buenos Aires, enfrentados entre sí, habían organizado un mínimo recorrido que permitiera una liturgia más ordenada y cercana. Parecía el sermón de la montaña, habían sido los últimos y ahora eran los primeros.

Y ahí entra Messi. Llegó a Qatar con 35 años y más de 40 títulos a sus espaldas preparado para convertirse en un messías diferente. Derrochó ternura en medio de toda la presión, y hasta en el enfado rebajó las pulsaciones: “¿Qué mirás, bobo?”, dijo con la brevedad de un versículo.

Mientras tanto, Macron Iscariote contaba las 30 monedas de plata que le había pagado el sanedrín catarí a cambio de la Liberté, Égalité, Fraternité. Y nosotros, la vieja Europa, como Poncio Pilatos nos lavamos las manos.

Messi, antes del último partido, también lavó los pies de sus discípulos en un acto de amor supremo. Él, que no había sido profeta en su tierra, les perdonó y sostuvo sobre sus hombros el bienestar espiritual de un país, que no sabe si se ama o se odia de tanto amarse.

En el Gólgota del fútbol, en el Calvario con aire acondicionado de Lusail, vencieron en la final de las finales. El apóstol Enzo hizo de Juan; el Dibu, custodió con las llaves de Pedro el reino de su portería; Di María escribió su carta a los defensas y una epístola por WhatsApp a su mujer. Vivimos todo el rango de las emociones humanas, con sus virtudes y sus pecados; el respeto, la arrogancia, el amor, el odio, la envidia y, a veces, la empatía. Presenciamos la resurrección temporal de Argentina, que siempre busca un problema para cada solución. Pero, también tiene una solución para todos sus problemas: la Copa del Mundo.