La última cima de Julio Jiménez
Hay días en los que es muy difícil escribir. Son esos días en los que los dedos tiemblan en el teclado y los ojos se nublan. Sé que hoy toca hacerlo de Julio Jiménez, el Relojero de Ávila, el tío Julito, pero temo no poder estar a la altura del personaje o no saber transmitir al lector las emociones que ahora recorren mi cuerpo. Julio fue un ciclista tardío que irrumpió en los años 60 como un genial escalador, la raza que gustaba en España desde Vicente Trueba y Martín Bahamontes, a quienes sucedió en el Premio de la Montaña del Tour de Francia, por entonces una clasificación muy seguida en el país. No podemos analizar su figura con la mentalidad de ahora, debemos transportarnos a aquel ciclismo romántico en el que los españoles desplegaban sus vuelos en los grandes puertos.
Julio no ganó ninguna grande, pero fue segundo en un Tour, vistió once días la maglia rosa del Giro, también fue líder de la Vuelta, conquistó etapas en las tres grandes, coronó el Mont Ventoux el día que murió Tom Simpson, batió en el Puy de Dôme a Bahamontes en la etapa en la que Anquetil y Poulidor subieron, literalmente, hombro con hombro… Jiménez rubricó bellas páginas de ciclismo, y seguramente no logró más victorias, o de mayor categoría, porque le faltaba mala leche, porque era un buenazo… Porque lo mismo se le rebelaba Manzaneque en el equipo nacional, que un patrón se la jugaba con un contrato… Ser demasiado bueno, o demasiado noble, puede convertirse en un defecto para un deportista de élite, pero le engrandece como ser humano. Su semilla ciclista dio frutos en la cantera abulense: Ángel Arroyo, Chava Jiménez, Carlos Sastre, Paco Mancebo, su inseparable David Navas… Y su humildad, su afabilidad, le sirvió para que le quisiera todo el mundo. Eso es lo que se lleva a su última cima. Mucha gente que le llora. El amor eterno. Un triunfo más grande que el Tour.