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Final de Copa, patrimonio inmaterial

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Un partido como el del sábado casi hace desear que la final de Copa sea elevada a la condición de patrimonio inmaterial de la Humanidad. En estos años en los que el fútbol se nos va escapando inexorablemente hacia la exageración del mercantilismo, la internacionalización de los intereses y la despersonalización de los clubes, una final de Copa aún resucita viejas usanzas que me resisto a dar por obsoletas. Un partido para las aficiones, con Sevilla esponjándose para recibir más de cien mil hinchas entre ambos equipos, tres cuartas partes de ellos del Athletic. ¡Qué lejos de esa prédica de que el fútbol hay que cambiarlo, porque está dejando de interesar!

Al amor sin parangón del Athletic por la Copa se unió en esta ocasión la ilusión del Mallorca, que se resistió con vehemencia hasta el último penalti a aceptar el papel de ‘sparring’ que la historia parecía haberle preparado. Su enorme desplazamiento de hinchada se vio minimizado por la desbordante multitud bilbaína, futbolísticamente se les tenía en menos, llegaron a la cita como ese ‘outsider’ que se cuela donde no se le espera, hasta la familia de su propio entrenador iba con el rival, y el sorteo les deparó la cesión de colores. Ni siquiera vistieron de Mallorca, sino de helado de pistacho.

Pero era la final de Copa, echaron el resto y le dieron a la agónica victoria del Athletic un valor que sin esa réplica no hubiera tenido. Era la final de Copa y por eso Nico se pasó la noche inventando genialidades para paliar su error de origen del gol del Mallorca y nos ofreció un partido monumental. Era la final de Copa y el árbitro se esmeró con una tarea redonda, que nos permitió en día tan señalado disfrutar un partido sin VAR, descubrir que un buen linier es capaz de detectar un fuera de juego ajustado. Era la final de Copa y todo volvió a encajar en unas cuantas verdades eternas que han colocado al fútbol a la cabeza de todos los deportes.