Me gusta la puerta cerrada

Sin fans no hay fútbol. Es un eslogan muy certero para protestar contra los horarios irreconciliables con la vida o los precios de estrella Michelín de las entradas. Pero será que estoy yonki perdido que hasta le encuentro atractivo adicional a las gradas vacías.

Hace 20 años fui a ver un entrenamiento del Real Madrid. Era en la antigua Ciudad Deportiva de La Castellana donde todo era auténtico. Entrenaban en dos campos separados por vallas metálicas. Se escuchaban los gritos y las bromas, el silbato del entrenador y hasta la respiración de los jugadores. En el partidillo me impresionó el sonido de los tacos de Fernando Hierro rasgando el césped. Sin duda era el que más fuerte entrenaba, en las entradas, en los disparos y en los pases largos que ensayaba una y otra vez. Fue como ver un rodaje de Hollywood y aprendí que los futbolistas son deportistas de verdad, no lejanos dibujos animados.

Hay futbolistas que juegan buscando las reacciones de la grada, que saben sacar provecho de su público, presionar al árbitro, buscar un revulsivo en sus compañeros. Eso no lo veremos. Pero disfrutaremos del fútbol al desnudo y quizá nos sorprendan algunos jugadores que funcionen mejor despresurizados. Un ejemplo pasado fue aquel Real Madrid-Nápoles con el Bernabéu vacío en el que Chendo se creció tanto que le tiró un caño a Maradona. "Los pajaritos dispararon a las escopetas", comentó Jorge Valdano en la tele.

Por eso la puerta cerrada tiene también algo de verdad, de deporte olímpico. El sudor, la hierba cortada, los latiguillos (¡Arbi!, ¡solo!, ¡voy!) o el sonido salvaje de un balonazo al poste. Me apetece ver el fútbol desnudo aunque sea por obligación y por un rato. Estoy con el síndrome del mendigo de Eduardo Galeano: "No soy más que un mendigo de buen fútbol. Voy por el mundo, sombrero en mano, y en los estadios suplico una linda jugadita por amor de Dios. Cuando ocurre, agradezco el milagro sin que me importe un rábano cuál es el club o el país que me lo ofrece".

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