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Traidores, mercenarios y el madrileño Morata

Traidor. En mayo de 1990, Roberto Baggio pasó de la Fiorentina a la Juventus levantando una fuerte polémica. El histórico traspaso, con récord de cifras hasta ese momento, despertó las iras de los florentinos. Mil de ellos pasaron la noche rodeando el estadio a la caza de alguno de los osados directivos que habían vendido el motor de los sueños e ilusiones de toda una afición. Hubo 50 heridos y 15 detenidos, y el jugador tuvo una vigilancia especial de la policía durante el Mundial que comenzó en Italia al mes siguiente. Porque, para colmo, se iba al rival más odiado. En aquella década, con el incremento sin freno de los ingresos de los clubes y la revolución que supuso la Ley Bosman, se aceleró la inevitable muerte del romanticismo puro del fútbol, ese que vinculaba casi con lazos familiares al anónimo morador de las gradas con sus héroes vestidos de futbolista. Baggio sólo tuvo fidelidad al buen fútbol, ese con el que nos siguió deleitando después jugando en el otro grande de aquel Calcio, el Milan, en el archienemigo de este, el Inter (hizo algo parecido a militar en Madrid, Barcelona y Atlético), o en los modestos Bolonia y Brescia. Fue de muchos y a la vez de nadie. Y quizá lo más romántico que tuvo su carrera fue seguir poniéndonos en pie con definiciones imposibles hasta su tardía retirada. Me da lástima que, en las ciudades por las que pasó, para demasiados sólo sea un traidor más.

Mercenario. La organización mental de un futbolista es peculiar y diferente a la de la inmensa mayoría de la gente. Los años se parcelan de julio a junio, periodos donde se vinculan con un club determinado para defender esos colores, esa ciudad, esa afición, ese vestuario y darlo todo, incluida su integridad física, por ese grupo concreto de compañeros, que puede que al año siguiente se conviertan en rivales fuertemente enfrentados. Todo esto a cambio de un salario, dentro de un mercado que refleja una valoración según cualidades y méritos presumibles o ya contrastados. Y es así desde que el fútbol es un deporte profesional, hace más de un siglo, por lo que debería ser un debate más que superado. De aquí que no haya cánticos más absurdos que los que acusan de mercenarios a los jugadores propios cuando se vive una mala racha. Precisamente lo primero que hay que exigirle a un futbolista es que sea un buen mercenario, que defienda una camiseta como si fuera la del equipo de sus amores cuando no lo es. Porque rara vez se da esa circunstancia de identificación total como, por ejemplo, las vividas por Guardiola, Casillas o Fernando Torres con Barcelona, Real Madrid y Atlético, respectivamente. Lo normal es que los futbolistas jueguen en lugares donde no sientan algo especial por ese club en concreto. Es implicación y profesionalidad lo que hay que pedirles, no besos en el escudo. Luego, a posteriori, el balón y el rectángulo verde dictarán sentencia, elementos capaces incluso de crear profundos enamoramientos entre afición y jugadores venidos de culturas lejanas o del odiado equipo del barrio de enfrente. Pero debe tenerse claro que todo puede acabarse el verano siguiente. Más razón para disfrutarlo mientras dure y guardar las gestas como recuerdos inolvidables de aquel tiempo en que aquel héroe fue de los tuyos.

Castizo. Álvaro Morata es madrileño. Esto es lo más importante a tener en cuenta. En la capital es casi más difícil que, en una familia, hermanos, padres, abuelos, tíos y primos sean todos, sin ningún garbanzo negro, seguidores del mismo equipo que encontrar, incluso, gatos puros con tres generaciones de nacidos en Madrid. Es imposible saber qué ha sentido desde pequeño Morata y tampoco qué siente ahora. Seguramente, habrá tenido contradicciones sentimentales en varias fases de su vida, como miles de jugadores antes en cualquier rincón del mundo. Fue canterano de Atlético y Real Madrid, y luego ha sido profesional vistiendo ambas camisetas. Yo veo perfectamente compatible haber jugado con pasión para ambas realidades futbolísticas. Son dos filosofías muy diferentes, pero, en el fondo, las promesas en formación de ambas canteras siempre fueron muy similares, porque salen de los mismos barrios. La gran leyenda madridista Raúl González fue niño prodigio atlético. Y viceversa, el mayor mito rojiblanco, Luis Aragonés, perteneció antes al club de Chamartín. Con esto quiero decir que no entiendo la polémica alrededor de Morata, un jugador con pasado y mimbres para conocer perfectamente la camiseta que ha elegido ahora defender. Lo sabe mucho mejor que cualquier fichaje de los últimos años. Y no tengo ninguna duda de que lo va a dar todo por el Atlético de Madrid. Después, el fútbol dictaminará con cuánto cariño será recordado dentro de la centenaria historia del club colchonero.

Carlos Matallanas es periodista, padece ELA y ha escrito este artículo con las pupilas.