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Herrerín, el hombre al que todos quieren en el Real Madrid

Su cara les resultará familiar. Agustín Herrerín es ese hombre venerable a quien saludan los jugadores del Real Madrid cada vez que saltan al Bernabéu. Herrerín, delegado de campo desde 1999, cumple el rito con gesto poco menos que impasible y con esa misma impasibilidad se deja palmear, abrazar o besar por los futbolistas.

Una primera mirada podría hacernos pensar que Herrerín es un talismán. Los deportistas están entre los primeros clientes de las supersticiones. En tiempos de Di Stéfano, era costumbre que los jugadores tocaran la estatua de Sotero Aranguren y Machimbarrena, concretamente sus rodillas y sus cabezas. Quién sabe si Herrerín no recibió en herencia aquellos poderes mágicos.

Pero no. O no exactamente. Herrerín no es un amuleto. El motivo por el que le besan, abrazan y palmean es más simple: le quieren. Entiendo su asombro porque yo lo sentí antes. Tendemos a pensar que los futbolistas pasan siempre de largo. Imaginamos que la gente les resulta invisible, todavía más un empleado de 80 años. Pues ya lo ven. Cristiano, meticuloso coleccionista de todos sus éxitos, le quiso regalar el balón de los cuatro goles al Celta. Y Herrerín no aceptó.

Aunque no concedamos todo el valor a los jugadores. Algo debe tener ese hombre que se hace querer. En Mazarrón, donde veranea, tiene una placa en un paseo y una calle con su nombre. Y esperen a que se inaugure un aeropuerto.

Para algunos se hizo famoso cuando fue atropellado por Silvino Louro, entrenador de porteros de Mourinho, en una riña (una de tantas) con el cuerpo técnico del Sevilla. Tenía 75 años y rodó por el suelo con la discreción de quien ama el club con independencia de los cabestros circunstanciales.

Pero su mérito deportivo es otro. Una noche de 1998, los ultras tiraron la portería del fondo sur y, sin repuesto, el Madrid quedó en riesgo de quedar eliminado de las semifinales de la Champions. Herrerín corrió a la vieja Ciudad Deportiva en busca de una portería. La encontró y dio también con los camioneros dispuestos a transportarla. El partido se reanudó 75 minutos más tarde y el Madrid levantó la Séptima cincuenta días después.

Bastaría eso para explicar cada beso que recibe, pero aquella proeza del siglo pasado no inspira a los jugadores de hoy. Le quieren, simplemente. Como si fueran de Mazarrón.