Los niños de África se quedan sin ídolos
Africa, quiero decir los niños y jóvenes amantes del balompié de ese continente, se ha quedado sin ídolos. Que yo sepa ningún jugador africano ha brillado con luz propia en Brasil. Y cuando digo luz propia me refiero a esa intensidad luminosa que sólo desprenden los grandes futbolistas, esos que pasan a la historia y los más jóvenes tratan de emular.
Hablo, por ejemplo, del liberiano George Weah, del camerunés Roger Milla, del argelino Rabah Madjer, del malí Seydou Keita o del marroquí Ben Barek. Jugadores de ese calibre y carisma ya no se encuentran ni rebuscando hasta la extenuación en sabanas, selvas tropicales o desiertos africanos. Nada, es inútil.
Hasta no hace mucho, los niños de los barrios más deprimidos de Camerún estaban dispuestos a matarse por un cromo de Samuel Etoo. Pero el dualeño se ha encargado, él solito, de destrozar el traje de icono que tantos esfuerzos le costó tejer. ¿Cómo? Vendiendo su calidad y prestigio a cambio de veinte millones de euros al año. Pero si fallaba Samuel, cualquiera africanito en busca de referencias podía echar mano del marfileño Drogba. Y esa posibilidad también se ha esfumado, porque Didier ya no es ni sombra del gran delantero que fue en sus buenos tiempos.
Por eso no me extraña que en los partidillos de barrio, en Benguela, Luanda o Lobito, a los que tanto me aficioné durante la Copa de África de Angola, todos los niños quieren ser Messi o Cristiano, porque se han quedado sin ídolos propios. Y eso es muy malo para el futuro del fútbol africano.