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Las islas que cambiaron el mundo

Dejar la mirada correr por un lugar donde cambió la historia de la Humanidad es una experiencia única. Me encuentro en las islas Galápagos, disfrutando del mismo escenario natural que revolucionó la mente de un joven científico hace ahora 175 años. Ese joven, tan mal marino -estaba casi siempre mareado- como excepcional pensador, se llamaba Charles Darwin y llegó a este conjunto de islas volcánicas, a unos 1.000 km de la costa ecuatoriana, un 15 de septiembre de 1835 a bordo del Beagle. Darwin se había enrolado como naturalista en una expedición científica británica que iba a dar la vuelta al mundo. Aquí estuvo cinco semanas recorriendo las islas y aguas del archipiélago antes de afrontar el último de los cinco años de viaje que les llevó la aventura.

Llegaba a un grupo de islas descubiertas por casualidad, trescientos años antes, por el obispo de Panamá Tomás de Berlanga después de que una tormenta llevase a su barco hasta ellas. "Nunca imaginé que unas islas, la mayoría de ellas a la vista unas de otras, y formadas por las mismas rocas, pudieran tener moradores tan distintos", escribió Darwin en su diario. La riqueza y variedad de los habitantes de este rincón perdido en el Pacífico, aves, tortugas, reptiles, mamíferos marinos, que ahora tengo la fortuna de contemplar, fue lo que encendió la imaginación de Darwin, aunque no sería hasta más de dos décadas después cuando lo estudiado y recogido aquí sería la base fundamental sobre la que levantase su teoría de la Evolución, que habría de revolucionar nuestro pensamiento y nuestra forma de entender el mundo, nuestros orígenes y nuestro lugar en este planeta. Las Galápagos son un delicado espacio declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO que las autoridades ecuatorianas tratan de preservar con desigual éxito.

Aquel joven científico, soñador e imaginativo, fue también un audaz aventurero que se atrevió, a pesar de sus convicciones religiosas, a formular una teoría que pondría en cuestión muchas de ellas. Estas islas: la Española, Isabela, Fernandina, Santa Cruz, Santa Fe o San Cristóbal, dan fe con sus nombres de la excepcional aventura de los navegantes españoles en el océano Pacífico -que durante casi dos siglos llegó a ser "el lago español"- y merecen este título no sólo por lo singular de su naturaleza, donde conviven unas 5.000 especies, sino por lo que ha significado para la ciencia humana.