Yo digo | Alfredo Relaño

Sastre en la cumbre del Alpe d'Huez

A pesar de todo, sigo creyendo en el ciclismo. A pesar de Riccó y de tantos otros antes, a pesar de la EPO de enésima generación, me sigo emocionando cada vez que veo una etapa como la de ayer, un triunfo como el de este chico castellanoque se merendó el Alpe d'Huez, ese puerto retorcido cuya relación de ganadores se inicia con Fausto Coppi y se completa, ahora, con su nombre: Carlos Sastre. También es cierto que cruzo los dedos para que a la vuelta de unos días no tengamos una sorpresa desagradable. Pero, francamente, esta vez creo que no. Y tampoco me apetece hoy detenerme en esa idea.

Hoy disfruto como cuando era niño, cuando estas cosas las hacían Bahamontes y Julio Jiménez en una televisión de blanco y negro. Tiempos en los que el 'fast food' era el bocadillo de calamares. Tiempos lejanos, pero la misma emoción. Sastre saltó a pie de puerto, y se marchó, con todo lo mejor del Tour detrás, persiguiéndole, bien a hachazos, bien tratando de mantener un ritmo sostenido. Hasta sus compañeros de equipo, los hermanos Schleck, le perseguían, defendiendo el maillot amarillo del mayor de ellos. Durante medio puerto persiguieron a Sastre en lugar de gastar a Evans.

Quizá en ese medio puerto en el que los hermanísimos dispararon contra Sastre salvó Evans el Tour, porque entró con una diferencia que puede salvar en la contrarreloj. Pero también es cierto que si Schleck no hubiera portado el amarillo Sastre no hubiese tenido tan fácil su salida sin lebreles detrás nada más empezar el puerto. Vaya lo uno por lo otro. Y quedémonos con la bella estampa de Sastre de amarillo, arriba, recogiendo el fruto de tantos años de entrenamiento duro en invierno y de oficio adquirido a base de tantas carreras, tantos veranos. Merecía un día así. Y merece nuestro aplauso.