Paco Fernández Ochoa. 'In memoriam'

Quizá sea difícil para las generaciones de hoy, tan acostumbradas a éxitos deportivos en todas las modalidades, entender lo que hace unos pocos decenios significaron los éxitos deportivos de personajes singulares como Paquito Fernández Ochoa. Eran tiempos de una España de escasez, de emigrantes (sí, como los que ahora nos llegan y miramos con recelo) que enviaban dinero a sus familias y volvían cada año a sus pueblos con noticias sobre otra forma de vivir. Eran tiempos en los que la tele del vecino rico, o del bar, nos mostraba al español de turno sufriendo, siempre el último.

Frente a un mundo rico, de buenos alimentos y mejores entrenadores, unos cuantos tipos se elevaban sobre aquel espacio en el que les había tocado crecer (poco) y ofrecían alegrías inesperadas. Hablo de Bahamontes, de Emiliano, de Santana, de Mariano Haro, de Ángel Nieto... de Paquito Fernández Ochoa. Lo de éste fue particularmente jubiloso, porque ganó la primera medalla de oro conseguida por español alguno en unos Juegos Olímpicos, y la ganó en un remoto lugar llamado Sapporo, y en un deporte igualmente remoto por entonces, el esquí, tan extraño en un país en el que por no nevar, ni llueve.

Buen tipo este Paquito, genuino representante de aquella generación que nos anunció el presente glorioso del deporte español. Hace ya algún tiempo que le agarró un cáncer linfático del que él mismo sabía que no tendría escapatoria, pero su alma siguió igual de saludable hasta el último día. Ese último día fue ayer. Una semana antes se dio el gusto de recibir un homenaje sencillo, sentido y bonito, y de inaugurar su estatua triunfal en Cercedilla. Ahí sigue, para cuando ustedes gusten visitarle. Cuando vayan, no se entristezcan. Sonrían y aplaudan. Vivió feliz, nos hizo felices a todos. Gracias, Paquito.

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