El Dakar pierde un gigante

Sí, ya sé que el fútbol no para y el Madrid menos. Que anoche hubo Copa y que esta noche volverá a haberla. Que el Madrid tiene a Gravesen a punto de caramelo y que Morientes se nos marcha (adiós con el corazón) junto a Rafa Benítez, Xabi Alonso, Luis García, Josemi y Núñez. Pero no puedo dejar pasar un día más sin volver la mirada al Dakar, esa prueba terrible que esconde un riesgo cierto. Una aventura tremenda en la que los participantes combinan un cóctel explosivo de velocidad, fatiga y entorno inhabitable. El Dakar pierde un gigante, titulaba ayer L'Equipe. Merecido homenaje a Fabrizio Meoni, que nos ha dejado.

Frecuentemente me asaltan dudas sobre el Dakar. Siempre me ha parecido obsceno ese derroche de recursos que nuestra opulenta sociedad exhibe ante los ojos atónitos de gentes que no tienen nada. Es cierto que esa caravana deja un reguero de dinero y de conocimientos que en algo tienen que ayudar a aquellas durísimas tierras que utilizamos como decorado de una prueba deportiva, como complemento de un espectáculo televisivo. Pero lo que allí cae no son más que las migajas de la mesa de Epulón. Sin embargo, no consigo descalificar el Dakar ante mí mismo. Hay en él un profundo sentido de la aventura que lo redime.

Meoni tenía 47 años y una familia. Y un palmarés con trece participaciones, once de ellas completadas, dos como ganador. El año pasado dijo que sería el último, pero volvió. ¿Qué le hacía volver? Ese impulso interior que ha hecho a nuestra especie distinta de las demás, el deseo de superación, de aventura, de explorar los límites propios y los de nuestro entorno. Algunas personas están hechas del mismo material que los sueños y no tienen más remedio que ser como son, que hacer lo que hacen: torturarse sobre piedras o arena, bajo el sol, sin descanso. Hasta que les toca, como a Meoni, convertirse en polvo, sí, mas polvo enamorado.

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