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La narrativa en los videojuegos: Historias y conflictos interactivos

Desde Donkey Kong hasta el reciente The Last of Us: Parte II, exploramos el arte de la narración (y participación) en las historias del medio.

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La narrativa en los videojuegos: Historias y conflictos interactivos

Supongamos una historia. Una que nos lleva a un mundo fantástico donde paisajes como bosques o pueblos pueden resultar familiares, pero son habitados por monstruos. El protagonista se aventura entre ellos, dudando si serán peligrosos u hostiles. A veces huye; otras, pelea. Por el camino también entabla amistad con alguno. Ahora supongamos que este viaje no es narrado en un libro, un cómic o una película, sino en un videojuego y que, por tanto, el mando crea un hilo invisible entre nuestras acciones y las del protagonista. ¿Cambiaría la historia? Incluso en un relato predefinido, donde cada evento de importancia está minuciosamente orquestado por los creadores, tener esa clase de control favorece tanto la inmersión como la conexión con el protagonista. Aunque claro, siendo un medio interactivo, también se abren nuevas posibilidades que los otros no tienen. La de cedernos el papel de co-autor para influenciar y cambiar, en mayor o menor medida, el devenir de la narración.

Es una materia tratada desde casi los albores del medio, y que se seguirá tratando con el paso de las décadas porque las historias y las formas de contarlas no se irán a ningún sitio. Al contrario, seguirán evolucionando al mismo tiempo que evoluciona el medio, todavía joven si lo comparamos con los otros antes citados, pero con un potencial ya funcionando a pleno rendimiento desde hace algunas generaciones. Así que hoy, que ya estamos oficialmente en una nueva generación consolera (ayer se estrenó PlayStation 5 y Xbox Series X lleva algo más de una semana entre nosotros), vamos a aprovechar para reintroducir algunas nociones generales, recordar su evolución y ahondar en algunas muestras populares de tiempos recientes. Una historia de historias, valga la redundancia, y sus capacidades para conectar con los jugadores.

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Gorilas y princesas: Narrativa como motivación

Resulta paradójico pensar que gran parte de esto se remonta a Shigeru Miyamoto, creativo hipercentrado en la faceta jugable y encargado —junto a sus colaboradores— de establecer muchas bases mecánicas para plataformas, aventuras y el medio en general, tanto en 2D como en 3D. Ahora es difícil pensar en él como alguien preocupado por los argumentos, e incluso son célebres algunos de sus desencuentros con otros empleados de Nintendo a la hora de limitar esa faceta o ligarla de forma más directa a funciones jugables, pero fue este utilitarismo el que dio origen a una de las primeras historias emblemáticas del medio. Concebido inicialmente como una adaptación de Popeye, al quedar sin licencia, Donkey Kong fue replanteado como el conflicto entre un carpintero y su mascota, el gorila homónimo que raptaba a su novia y escalaba por construcciones en una poco camuflada referencia a King Kong.

Huelga decir que esta premisa ahora es prácticamente lo más básico a lo que puede aspirar un videojuego —deportivos aparte, e incluso ahí hay excepciones—, pero en una época definida por recreativas como Pong, Space Invaders, Pac-Man o Defender, Donkey Kong desplazó el objetivo desde la mera acumulación de puntos hacia la resolución de un conflicto narrativo: rescatar a Pauline. Con el tiempo, Pauline sería relevada por Peach, y Peach por Zelda. Y aunque hace años que Miyamoto se dedica a observar mientras sus pupilos dirigen nuevas entregas de las sagas que creó en los ochenta, Breath of the Wild todavía recurre a este sencillo triángulo para construir una aventura de escala épica, donde el jugador puede embarcarse en la resolución de muchos otros pequeños arcos narrativos, pero donde tarde o temprano necesita volver al centro del mapa para resolver el protagonizado por Link, Zelda y Ganon.

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Esta decisión, cuestionada por algunos que han visto el medio evolucionar hacia premisas argumentales más elaboradas —incluyendo otras entregas de la propia saga Zelda—, todavía pone de manifiesto que «salvar a la princesa» no es tanto una historia como una meta. Un motivador que marca un objetivo claro en el horizonte, pero no disuade de participar en otras tareas, como disfrazarnos para infiltrarnos en un poblado de entrada permitida solo a mujeres, ayudar a construir otro donde convergen todas las razas de Hyrule o dar con la Espada Maestra dejada a buen recaudo por la princesa antes de partir hacia el castillo. Todas ellas y muchas otras se pueden encarar en diferente orden o incluso ignorar por completo, haciendo de su descubrimiento y resolución un aspecto narrativo único, solo posible en videojuegos.

Dragones, mazmorras y narrativa orgánica

Claro que para entender el origen de esa libertad no hay que mirar a Donkey Kong, sino a un juego estrenado un mes antes, en junio de 1981: Ultima. Durante los setenta, en el mercado de ordenadores habían proliferado aventuras de texto con temática similar como Adventureland o Zork, pero Ultima fue un punto de inflexión clave a la hora de establecer los RPG como juegos con exploración y combate en el contexto una gran aventura de fantasía medieval —con algo de ciencia ficción también aderezada para máximo deleite nerd—. Aunque su popularidad inicial no fue quizá comparable a la de Donkey Kong, a base de secuelas y relanzamientos amplió su alcance y favoreció la aparición de cada vez más y mejores exponentes de una nueva forma de entender tanto la jugabilidad como la narrativa, adaptando los juegos de tablero de Dragones y Mazmorras inspirados por la mitología de Tolkien (el precursor de Ultima, Akalabeth, incluso tomaba su nombre de un capítulo del El Silmarillion).

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Aun abstractos en sus propiedades visuales, esta estirpe fue trascendental por salir de los confines más claustrofóbicos de los roguelike y permitir al jugador insertarse como sí mismo en amplios mundos virtuales. Diferentes razas y clases para elegir, pueblos con tabernas y tiendas donde comerciar, posibilidad de aceptar misiones como dar caza a monstruos o, por qué no, también rescatar algunas princesas. El argumento involucraba la búsqueda y activación de una máquina del tiempo para viajar al pasado y derrotar a un villano inmortal antes de que lo fuese (idea que años después tomaría prestada el primer Final Fantasy), pero lo que de verdad marcaba las diferencias era esa capacidad para personalizar nuestra historia al mismo tiempo que el personaje, explorando, encontrando lugares que mejoraban nuestros atributos, probando diferentes armas y hechizos, robando artículos en las tiendas, entrando en combate con guardias, consiguiendo diferentes métodos de transporte, etc.

Naturalmente, en aquella forma primitiva todavía había bastantes limitaciones en torno a qué hacer y cómo hacerlo, pero juegos como Ultima no solo dieron los primeros pasos para el rol como género, también hacia una narrativa más orgánica. A pesar de ser una de las formas de narración más modernas, los videojuegos recapturan la naturaleza más espontánea y flexible que tenía el acto de narrar en sus orígenes, cuando se realizaba de forma oral. Muchos siglos atrás, cronistas y poetas relataban guerras, mitos o anécdotas de viva voz, adornándolas y alterándolas en el proceso. Con la escritura llegó otro nivel de precisión, el relato se volvió constante. Las tramas principales de los videojuegos reflejan eso, pero entre líneas pueden dejar grandes espacios para llenarlos con frases propias de cada jugador, de cada partida, resultado de interactuar de diferente forma con NPCs, adentrarnos en diferentes lugares en diferente orden o vivir situaciones no pre-programadas, sino producto de las variaciones en la IA, la mediación de otras personas o del jugador con los sistemas.

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El entorno como narrativa

Esta clase de libertad también ha sido caldo de cultivo para la elaboración de mitologías y trasfondos (o el arraigado término inglés lore) que completan la imagen de los mundos pieza a pieza, como si de un puzle se tratase. Desde los libros de los Elder Scrolls hasta las descripciones de objetos de los Souls, pasando por las grabaciones de audio de los System Shock, los videojuegos pueden ampliar sus universos de forma opcional y no intrusiva. Diseminar por niveles cartas o correos electrónicos crea tangentes narrativas que el jugador puede ignorar si desea centrarse en la acción, pero recompensan a aquellos ávidos de información que los buscan activamente y llenan con su imaginación huecos dejados por las secuencias y los diálogos. Se trata de otra herramienta de la interactividad que escala al siguiente nivel cuando los propios escenarios son los que cuentan las historias.

Los espacios de juego suelen estar diseñados para desplegar las mecánicas disponibles y los desafíos construidos en torno a ellas (sean de navegación, combate, lógica, etc.), pero su arquitectura rara vez se limita a un solo propósito, sirviendo también a funciones estéticas, narrativas o evocativas. La Tierra Prohibida de Shadow of the Colossus, por ejemplo, se extiende kilómetros y kilómetros sin aparente necesidad —desde un punto de vista práctico— para acentuar la soledad del viaje, el silencio entre las batallas, el misterio de unas ruinas que revelan que antaño fue poblada por el hombre aunque ahora solo queden pequeños animales y las colosales criaturas que le dan título. Las calles de Rapture, en cambio, rebosan manchas de sangre, pintadas y destrozos en cada esquina, suficientes para evidenciar que la ciudad submarina de BioShock pasó de la utopía a la distopía de una forma bastante drástica incluso aunque el estudio prescindiese de las grabaciones heredadas de System Shock.

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Esta capacidad de narrar a través de los escenarios, por supuesto, no es algo exclusivo de este medio, cualquiera de carácter visual puede transmitir ideas —contexto o subtexto— a través de la escenografía. Pero los videojuegos son únicos en el sentido de que permiten al jugador «entrar» en el espacio virtual, moverse y satisfacer los instintos más fisgones, hasta el punto de que a menudo vemos títulos construidos por completo en torno a esta simbiosis entre historia y lugar: Gone Home cambió los mundos fantásticos por una casa corriente donde la protagonista reconectaba con su familia ausente a través de notas, diarios y objetos; mientras que Return of the Obra Dinn y Outer Wilds potenciaron la labor detectivesca usando espacios (un velero sin supervivientes y un sistema planetario completo) y mecánicas (la exploración de las muertes de los tripulantes en el primero y de bucles temporales altamente influenciados por leyes físicas en el segundo) más creativas para cuajar experiencias imposibles en cualquier otro medio a pesar de su relativa sencillez mecánica.

Narrativa conducida por los personajes

Claro que difícilmente hay historia sin personajes, y muchas veces son éstos el motor real, el gancho que nos atrapa a pesar de una trama simple, unos escenarios con poco detalle o una jugabilidad con margen de mejora. Precisamente el mes pasado llegó por sorpresa No More Heroes —y su secuela— a Switch, juego cuyo planteamiento puede recordar a Shadow of the Colossus (abrirse paso hacia diez contrincantes y derrotarlos), pero que, lejos de intentar ofrecer la majestuosidad de su mundo y sus criaturas, se recrea en el histrionismo de Travis Touchdown y un reparto de asesinos a cada cual más extravagante. Es un caso de manual, ya que el objetivo final es frívolo y solo beneficioso para Travis, y la ciudad de Santa Destroy apenas ofrece valor en términos de trasfondo o narrativa orgánica. Pero aun así, funciona gracias al guion y el constante regodeo en lo absurdo de la situación y los involucrados en ella.

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Esta noción de personajes como núcleo narrativo también se puede remontar varias décadas en el tiempo, con grandes muestras entre las aventuras gráficas de LucasArts (Monkey Island, Sam & Max) o el mayor peso dramático que dio Squaresoft a sus repartos roleros (en 1991, Final Fantasy IV ya tenía una visión bastante similar a la actual), aunque el progreso de la tecnología y la estandarización del doblaje ha dado alas nuevas a esta faceta. Esto nos lleva a otro anuncio reciente, el del relanzamiento de la trilogía Mass Effect la próxima primavera, porque simboliza cómo este reajuste de prioridades se ha aplicado también en los RPG occidentales, género tradicionalmente más preocupado por dejar que el jugador hiciese del protagonista un avatar para insertar las motivaciones que considerase oportunas.

Creado por BioWare, estudio responsable de sagas roleras tan emblemáticas como Baldur's Gate, Neverwinter Nights o Star Wars: Caballeros de la Antigua República, Mass Effect nos puso en la piel del comandante Shepard, protagonista cuyo nombre de pila, género o aspecto podíamos cambiar a nuestro gusto, pero que persistía como personaje propio, con cierto grado de autonomía al regirse por una interfaz circular que convertía breves opciones temáticas en diálogos completos, doblados y actuados como los de los personajes predefinidos. Con esta rueda, naturalmente, también se implementó un sistema de moralidad para que el jugador modulase la personalidad de su Shepard, pero no permitía desvíos radicales como Caballeros: la virtud y la rebeldía eran matices de un personaje que, al final del día, aún tenía un puesto fijo como héroe de la humanidad en un conflicto galáctico.

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Esto, por supuesto, tampoco significa que no hubiese decisiones significativas. Tanto el devenir de relaciones amorosas como el futuro de razas enteras dependían de nuestro uso del sistema de diálogos, a veces con consecuencias no solo dentro de una entrega, sino a lo largo de la trilogía. Por tanto, si bien el sistema no era tan versátil como el de otros RPG, sí fue un intento bastante exitoso de plantear dilemas al jugador mientras mantenía en pantalla a un protagonista carismático, capaz de llevar una narrativa de corte más cinematográfico sobre sus hombros. Es una idea que también hemos podido ver desplegada en The Witcher, saga donde el brujo Geralt se ha ido definiendo cada vez mejor como una entidad propia, y en aventuras narrativas tan variadas como The Walking Dead, Life is Strange o Until Dawn, donde el jugador decide y manipula las vidas de personajes con personalidades bien definidas.

La influencia del cine

La referencia a la cinematografía nos invita, cómo no, a saltar a Metal Gear Solid y tratar tanto la influencia que tuvo el cine en Hideo Kojima como Hideo Kojima en los videojuegos. Secuela de dos entregas 8-bits, Solid marcó el salto de la saga a las tres dimensiones, pero hizo historia sobre todo por su puesta en escena, con créditos acompañando a los primeros minutos jugables, uso de abundantes secuencias dobladas con especial atención puesta en el bloqueo y el uso de la cámara, así como un argumento adulto y dramático con su buena ración de giros. Por supuesto, también había un gran juego de acción e infiltración debajo —o al lado— de todo ello, y la narrativa dejaba lugar para momentos autorreferenciales (como los comentarios de un jefe sobre los archivos de guardado de otros títulos de Konami en la tarjeta de memoria o la necesidad de comprobar la parte trasera de la caja para dar con la frecuencia de radio de un personaje), pero en términos de secuencias y actuaciones estableció un nuevo estándar para esta clase de producciones.

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De un modo similar al que Final Fantasy VII, a pesar de formar parte de una larga lista de JRPG de gran calidad y éxito, solidificó el potencial de las narrativas largas con reminiscencias de medios como el manga o el anime, Metal Gear Solid abrió nuevas puertas para la permeación del cine. Aun precedido por otros juegos adultos con secuencias y doblaje, Solid cimentó la figura de Hideo Kojima como director en un sentido más propio del llamado séptimo arte y la de David Hayter como actor con también un importante grado de autoría sobre el personaje interpretado (aunque aquí asociásemos Solid Snake con la voz de Alfonso Vallés hasta la llegada de PS2). Hoy en día, ambas figuras siguen siendo relevantes: Kojima se ha rodeado de estrellas de perfil más fílmico para Death Stranding, mientras actores como Troy Baker, Nolan North o Laura Bailey dominan la escena de superproducciones y son a menudo tan o más reconocidos que los personajes que encarnan o sus escritores.

Cabe matizar que el cine y los videojuegos encontraron puntos de intersección muy temprano, bien fuese por las influencias estéticas (Snatcher, del propio Kojima, no ocultaba sus referencias a Blade Runner) o por las adaptaciones directas (siguiendo con Blade Runner, ese universo también tuvo su aventura gráfica oficial con talento de la película involucrado). Pero el asentamiento de las tres dimensiones y obras como Metal Gear Solid favorecieron un reenfoque en el uso de la cámara, la planificación de eventos, la escritura de guion o el uso de actores en material inédito, pero claramente influenciado por metodologías e iconografías del medio hermano. Grand Theft Auto, por ejemplo, encuentra tanta inspiración para sus personajes y secuencias en el cine de gángsters como en la propia sociedad americana que parodia, algo que luego se traslada al diseño de misiones; y Uncharted no solo toma de Indiana Jones el concepto de cazatesoros buscando reliquias por todo el globo, también sus set pieces y dinámicas interpersonales, que implementa tanto en secuencias tradicionales como en secciones donde el jugador tiene cierto grado de control, pero debe dejar que los eventos transcurran total o parcialmente en base al guion.

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Disonancia ludonarrativa y The Last of Us

Hablando de Uncharted llegamos al que fuera concepto de moda durante la generación pasada (técnicamente, ya hace dos). Para los que se perdiesen la conversación o ya no la recuerden, el término disonancia ludonarrativa se acuñó para hacer referencia a las instancias en las que la historia presentada mediante secuencias o diálogos creaba alguna clase de fricción o incluso contradicción con los eventos en los que el jugador tenía control. Precisamente Grand Theft Auto IV y Uncharted fueron dos de los objetivos señalados por algunos en este debate, aludiendo a que el amplio recuento de daños y cadáveres que tanto Niko Bellic como Nathan Drake podían acumular contrastaba con sus respectivas caracterizaciones (en el caso del primero, por su explícita intención de dejar esa vida atrás; en el del segundo, porque el tono jovial privaba a la violencia de casi cualquier impacto).

El debate, si bien con sus méritos e interés a nivel académico, se acabó extinguiendo porque, a la hora de la verdad, la conveniencia manda: establecer un objetivo como urgente en un juego de mundo abierto y luego dejar al jugador merodear e invertir horas en tareas secundarias puede romper la inmersión narrativa, pero la alternativa privaría de una libertad que desarrolladores y usuarios acuerdan como parte del contrato tácito. Aun así, a pesar de algún abuso o mal uso, el concepto favoreció la aparición de juegos como Spec Ops: The Line, donde el texto trata de forma explícita esta clase de disonancia, o The Last of Us, donde la propia Naughty Dog creó un mundo de violencia extrema también en el plano narrativo, reforzando así las mecánicas jugables que el jugador necesitaba para sobrevivir.

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The Last of Us no solo tenía secuencias dramáticas, con muertes que arrollaban al jugador como un camión, además prescindía de comodidades como la auto-regeneración de vida y racionaba tanto la munición como los recursos que permitían crear botiquines o armas para incentivar la exploración minuciosa de los escenarios y promover una entrada estratégica en combate. También introdujo una acompañante, Ellie, que, si bien creó su propia forma de disonancia al ser invisible para los enemigos de los que la debíamos proteger (al menos mientras el personaje jugable, Joel, estuviese oculto), creó una motivación clara para completar el viaje. Así, la princesa que esperaba en el castillo o encima de una construcción pasó a ser una hija adoptiva que debíamos cuidar durante cada paso del camino, justificando narrativa y jugablemente todas las acciones que necesitásemos para ello.

La experiencia acumulada durante los tres primeros Uncharted permitió al estudio llevar tanto PS3 hacia su techo técnico como el trabajo con actores a un nuevo nivel, construyendo con ellos una narrativa más similar al formato serial que a los largometrajes. Joel y Ellie eran presentados ante el jugador y construían su relación paso a paso: primero, durante varios días casi ininterrumpidos; y luego, durante varias estaciones para acelerar algo —pero no demasiado— sus dinámicas, tanto en secuencias tradicionales y eventos altamente guionizados a lo Uncharted, como en docenas y docenas de diálogos «espontáneos» —algunos opcionales— con los que el juego llenaba las transiciones entre módulos en los se desplegaban la acción y el sigilo. Hacer del mundo un entorno tan hostil, con zombis y asesinatos normalizados, permitía crear drama a partir de momentos que en otros juegos se saltarían para ir a lo bueno, porque aquí lo bueno era el viaje y no el destino. Una expresión tan cliché que casi duele escribirla, pero que, al igual que otras convenciones del género usadas para sus personajes y situaciones, cobró nuevo significado en este contexto.

A partir de aquí destriparemos eventos clave tanto de The Last of Us como de su secuela, The Last of Us: Parte II. Aquellos que no hayan completado ambos títulos deberían saltar directamente al último apartado y/o volver después de jugarlos.

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The Last of Us: Parte II y la empatía

Aunque es revelado que en algún momento durante las dos décadas transcurridas entre el inicio del brote vírico y la aventura presente Joel también fue partícipe de los asaltos, torturas y asesinatos tan comunes en el nuevo orden post-apocalipsis, la violencia empleada por él en pantalla —con o sin nuestra asistencia— siempre responde al instinto de autopreservación o a la seguridad de Ellie. En una maniobra quizá poco sutil, pero muy efectiva, el primer The Last of Us abre con el trágico fallecimiento de su hija Sarah para luego desarrollar, de forma metódica y a la vez natural, una nueva relación paterno-filial, esta vez ante los ojos del jugador que, incluso aunque se pueda sorprender o sobrecoger cuando Joel recurre a sus tácticas de tortura para sonsacar el paradero de Ellie durante el capítulo invernal, difícilmente crea grandes fricciones sobre su caracterización, motivación o moralidad.

El final, eso sí, pone algo más a prueba la conexión cuando Joel irrumpe en el quirófano para detener por la fuerza la operación que puede encontrar una cura a costa de la vida de la muchacha. No hay elección, pero —de nuevo, para muchos— tampoco disonancia porque el juego había tratado más sobre el afianzamiento de esa relación (narrativa conducida por personajes) que sobre la posibilidad de la vacuna (narrativa como meta). Durante un breve instante, Ellie se convierte en la metafórica princesa que hay que rescatar y, aunque la forma de racionalizar moralmente todas las implicaciones de ese evento pueden variar de jugador a jugador, la obra concluye pocos minutos después, en un tono claramente agridulce a pesar de la supervivencia de ambos protagonistas, pero de forma coherente con el relato jugable.

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Si The Last of Us no tuviese secuela, o ésta se centrase en otros personajes, el visible pesar de Ellie ante la mentira final de Joel cerraría formalmente la historia y el resto quedaría a la imaginación de cada uno. Pero, para bien o para mal, Naughty Dog decidió retomar el hilo donde lo dejó y el resultado ha sido a la vez el juego más aclamado (notas aparte, lidera las recién anunciadas nominaciones de The Game Awards) y el más controvertido de este año que ya casi toca a su cierre. El debate en torno a Parte II fue más acalorado que cualquiera de los propiciados por la disonancia ludonarrativa en los tiempos de su precuela y, aunque algunos puntos de contención tienen su origen en factores externos al juego —a veces arraigados en problemas de carácter psicosocial que escapan por bastante a la materia de este texto—, otros son fácilmente trazables al uso que el estudio ha hecho de las herramientas narrativas.

En una decisión que demuestra casi el mismo grado de ingenuidad que de valentía, Joel es ejecutado en los primeros compases del juego por Abby, personaje nuevo que, horas más tarde, se revela como hija del cirujano que el propio Joel asesinó al final del primer The Last of Us. A partir de ahí, tanto Ellie como Abby se embarcan en dos aventuras paralelas, que tienen lugar de forma simultánea, pero el jugador recorre de forma secuencial: la primera mitad del juego se centra en Ellie y su búsqueda de Abby para repetir el ciclo y cobrarse venganza aunque implique caer en una espiral de autodestrucción; por su parte, la segunda mitad se centra en Abby, que se ve envuelta en un conflicto a mayor escala entre dos facciones rivales y, de forma no tan diferente a Joel durante el juego previo, recobra su humanidad a través de su relación con los más jóvenes y vulnerables hermanos Yara y Lev.

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Este juego de paralelismos, si bien no exento de conveniencias, da pie a un argumento más elaborado, original e impredecible que el anterior, pero también tiene un potencial para la fricción mucho mayor que se acentúa por el hecho de ser narrado en un medio interactivo. A pesar de que Joel carga sobre sus hombros con acciones incluso más reprobables (asesinatos cuantiosos y privación de una posible cura para un problema de escala global frente a la búsqueda y asesinato del individuo responsable de tales actos), intentar generar una empatía similar por Abby siguiendo el proceso contrario es, como decíamos, valiente e ingenuo a partes casi iguales porque infravalora hasta qué punto la forma de construir jugable y narrativamente el primer relato condicionó la percepción de Joel. En un golpe de ironía, Naughty Dog fue tan eficiente a la hora de aliviar la disonancia que dificultó su posterior intención de girar hacia una narrativa más gris y relativista en la secuela.

Es una complicación a la que se suma una estructura mucho más fragmentada, donde la resolución del cliffhanger del teatro (final del tercer día en Seattle) se pospone durante horas, y donde la perspectiva narrativa fluctúa demasiado por alternar tanto entre personajes con motivaciones opuestas, como entre épocas (vía flashbacks) donde sus estados mentales y dinámicas interpersonales también son diferentes. Esto permite conocer en mayor profundidad a Ellie y a Abby, algo que, a la vista está, ha surtido efecto en muchos jugadores. Pero también ha alienado a otros, que perciben su papel como sujetar por turnos dos títeres cuyos hilos suben muy por encima de nuestro alcance. Este conflicto alcanza un punto crítico en el duelo final, donde Ellie insiste en enfrentarse a una torturada y desnutrida Abby y el jugador debe asestar puñaladas porque la alternativa supone fracasar y cargar el punto del control previo.

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La secuencia termina con Ellie dejando marchar a Abby tras un momento de autoconciencia que le empuja a detener el ciclo de venganza, aunque es un clímax potencialmente socavado por el hecho de que nosotros no tenemos ningún tipo de control sobre la situación (algunos podrían querer culminar la venganza, otros dejar marchar a Abby sin pelear o ni siquiera abandonar la granja de Dina); de que esta clase de absolución ya se ha dado antes para luego revertirse; de que Ellie y el jugador no están en sintonía sobre su conocimiento de Abby (el trabajo de humanización con su padre, Owen, Yara o Lev solo es percibido por nosotros); o que el reguero de muertes que le ha traído hasta aquí no impide que el ciclo pueda seguir si los guionistas así lo deciden en una hipotética tercera entrega. Para tanto su mérito como detrimento, Parte II cuenta una historia muy específica en unas condiciones muy específicas, lo que en el contexto de una «narrativa de videojuego» se puede saldar con limitaciones o incluso contradicciones, pero en el de una obra de autor con un mensaje que compartir, puede ser tan o más interesante que su antecesor. Como siempre, a partir de ahí corresponde a cada uno sacar sus propias conclusiones.

Undertale y la elección con consecuencias

Antes de cerrar, y como contrapunto al drama —en más de un sentido— de The Last of Us, vamos a cambiar de registro con un indie que hace poco celebró su quinto aniversario. Creado en su mayor parte por el desarrollador Toby Fox, Undertale es un RPG 2D en el que el jugador encarna a un avatar mudo y trata de abrirse paso a través de un mundo subterráneo poblado por monstruos que reaccionan de forma diferente ante la presencia de un humano entre ellos (el esqueleto Papyrus quiere darnos caza, pero su naturaleza afable pronto lo revela como inofensivo; la guerrera-pez Undyne, en cambio, nos persigue sin tregua y no duda en acabar con nosotros). Uno de los primeros que encontramos es la maternal Tauriel, que no solo nos protege de otros monstruos, también nos insta a interactuar con ellos de forma amigable mediante un sistema de comandos que cambia de forma contextual y funciona como pequeños puzles de lógica (acariciar a un cánido, reír las bromas de un aspirante a cómico, piropear a monstruos con problemas de estima, etc.).

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Pero pronto queda claro que el plan de Tauriel consiste en adoptarnos aunque no lo queramos, impidiendo el progreso a menos que nos enfrentemos a ella. Sin embargo, su interfaz no dispone de esos mismos comandos para intentar una solución diplomática, así que el jugador se encuentra a sí mismo ante la disyuntiva de usar los métodos tradicionales de los RPG (atacar y bajar su vida) o insistir en la opción de «Mercy» (misericordia) una y otra, y otra vez, hasta que Tauriel desista. Dado que este procedimiento es contraindicativo según las convenciones habituales de videojuegos, el resultado para la gran mayoría de jugadores, al menos en su primera partida, será acabar con Tauriel y quedar automáticamente privados de ver el final pacifista.

Si lo sabemos de antemano o reparamos en ello, podemos evitarlo o revertirlo cargando la partida previa (caso en el que otro de los personajes principales, Flowey, lo comenta para que tengamos claro que el juego registra más de lo que parece y no duda en romper la cuarta pared), aunque el dilema se extiende al resto de la partida: no eliminar a los monstruos puede ser más satisfactorio a un nivel personal, pero derrotarlos mediante fuerza bruta tiende a ser más sencillo y nos reporta experiencia que aumenta los atributos y, como buen RPG, facilita las cosas cuando llegan los jefes más exigentes. Sin embargo, este atajo hacia los créditos es uno que nos bloquea contenido, pues solo dedicando el tiempo y el esfuerzo a simpatizar con todos conseguimos acceder a los mejores eventos, en los que participamos en citas, descubrimos al detalle el trasfondo del mundo, cambiamos para siempre la vida de sus habitantes y alcanzamos el emotivo final que ata todo con un lacito.

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Claro que también podemos hacer justo lo contrario y probar la ruta genocida, donde exterminamos a literalmente todos los monstruos —los combates aleatorios dejan de activarse con el tiempo— y la atmósfera cambia para crear una fantasía de poder malévola en la que solo dos héroes, amigos en una partida alternativa, son capaces de hacernos frente. De hecho, se trata de las dos batallas más difíciles que podemos encontrar en cualquiera de las rutas, siendo la segunda, además, uno de los mayores retos que alberga cualquier videojuego en general. Porque una cosa es poder ser un genocida y otra deber ser un genocida. Undertale lo deja claro y, aunque tanto la narrativa como la jugabilidad lo permiten, ambas se encargan de castigarlo. Eso sí es algo que definitivamente no está al alcance de otros medios.