Siete partidos, el último con prórroga, polémica, tiros ganadores… Lakers y Kings protagonizaron en 2002, una de las mejores series de playoffs de la historia.
"It's a kind of magic..."
La frase, encuadrada dentro de la canción del mismo nombre del grupo Queen, parecía representar como ninguna la figura de Robert Horry. El por entonces jugador de los Lakers no era una referencia en la NBA, ni pertenecía tampoco a la burguesía de la Liga o a esa clase acomodada donde se sitúan muchos profesionales, capaces de codearse con la élite pero también (a veces) con esos secundarios olvidados. Pero de cuando en cuando, se convertía en una especia de hechicero, capaz de hacer alguna clase de magia, tan extraña de ver en alguien de su categoría, alejado de los focos y el talento de las grandes estrellas pero con un don para la pertinencia pocas veces visto en la historia del deporte. La canción, escrita por Roger Taylor en 1986 y acompañada de la inconfundible voz de Freddy Mercury, fue parte de la banda sonora de la película Los Inmortales, y fueron varias las ocasiones en las que Horry hizo honor a su título y estribillo, que dieron también nombre al álbum. Eso sí, ninguna como el triple ganador que conseguiría en el cuarto partido de las finales de la Conferencia Oeste de 2002. La jugada clave de una serie de playoffs, que puede ser (y es para muchos) la mejor eliminatoria que jamás ha visto la NBA en su larga historia.
Al pueblo de Sacramento, ciudad que acogía al equipo con el mejor récord de la temporada 2001-02, le encantaba odiar a los Lakers. No había una especial rivalidad histórica que hubiera trascendido a lo largo de los años, ni episodios virulentos que dieran razones a semejante sentimiento, pero el momento en el que se encontraba la Liga invitaba a la animadversión. Sobre todo cuando se trataba de juzgar a los de púrpura y oro, que venían de ganar los dos últimos campeonatos con Shaquille O’Neal, Kobe Bryant y Phil Jackson a la cabeza. Tres figuras imponentes que resultan imprescindibles para entender tanto la NBA en general como a la franquicia angelina en particular.
Es posible que las palabras del Maestro Zen en algún momento de la década de los 90, cuando definió a la capital del estado como una ciudad ganadera a medio civilizar, tuvieran que ver en el sentimiento de repulsa que emanaba de unos aficionados que se encargaron de hacer sonar los cencerros y entonar el beat LA cada vez que los Lakers visitaban el Arco Arena. También ayudaban las constantes pullas de Shaquille, que dirigía hacia ellos esa expresión que tanto les molestaba, la de Sacramento Queens. Pero seguro que también influían las dos victorias consecutivas de los angelinos sobre los Kings en los dos últimos años, en los que les habían apeado de los playoffs. En una sufrida serie en el 2000, cuando Shaq resolvió en el quinto y definitivo partido en el Staples (hasta 2003, la primera ronda se jugó al mejor de 5) y en un paseo al año siguiente, cuando Kobe les endosó 48 puntos y 16 rebotes en el cuarto encuentro para certificar el sweep (4-0) y mandar a la calle a sus rivales, que poco o nada pudieron hacer en una eliminatoria, esta vez semifinales, a la que llegaban con más esperanzas y de la que se fueron nadando en un mar de dudas.
Esa serie fue aleccionadora para los Kings, que se vieron en la necesidad de hacer el cambio definitivo que les transportara desde la nomenclatura de contender hasta la posición de favorito. Rick Adelman, un técnico con una reputación intachable que había liderado a los Blazers de Clyde Drexler a las Finales de 1990 y 1992 (derrotas ante Pistons y Bulls) estaba limando las bases de un proyecto prometedor pero al que le faltaba una pieza. Jason Williams, uno de los playmakers más imaginativos que han pasado por la Liga, poseía un talento innegable, pero monopolizaba sobremanera el juego de los Kings y no dejaba a su entrenador moldearlo a su antojo. Como chivo expiatorio de las dos eliminaciones consecutivas, fue traspasado a los Vancouver Grizzlies (que se trasladaban a Memphis esa misma campaña), en julio de 2001. Williams cayó (parcialmente) en el olvido y no volvió a ser ese base que dio el pase con el codo en el Rookie Challenge del 2000. Su carácter, solitario y hasta cierto punto pasota, unido al incumplimiento de la política anti-drogas al dar positivo un año antes de su traspaso, mancharon su reputación, recuperada en parte tras ganar el anillo de 2006 con los Heat en una de las mayores aglomeraciones de egos jamás vista (Shaq, Wade, Payton, Walker, Mourning…), pero magníficamente resuelta por la magia de Pat Riley y su eterna (y eternizada) figura. Fue el culmen de Williams como profesional, aunque antes del mismo tuvo un guiño por el que una parte de los fanáticos españoles le recordarán: suya fue la asistencia que acabó con la primera canasta de Pau Gasol en la NBA. Ha llovido desde entonces.
Curiosidades al margen, era a Sacramento donde llegaba la mejor parte. Jeoff Petrie, ex jugador y Presidente de Operaciones de los Kings en esa época (lo fue hasta 2013), conseguía con ese movimiento la que sería la joya de la corona para Adelman, impulsor del traspaso, y la pieza que faltaba en un equipo que la historia recuerda con un cariño especialmente grande para los pocos éxitos (en forma de anillos, por supuesto) cosechados. Mike Bibby hizo olvidar a Williams y su errático comportamiento y se adaptó perfectamente a un sistema donde primaban los hombres altos, que actuaban como distribuidores y repartían asistencias a mansalva. El juego ofensivo, imaginativo, original y vistoso de los Kings sobrevivió sin Chocolate Blanco Williams y el equipo al que Sports Illustrated había definido como The Greatest Show On The Court (El Mayor Espectáculo en la Cancha) pasó de ser atractivo a convertirse en la sensación de la temporada.
El protagonismo de los Kings fue un respiro para la NBA, siempre aliviada cuando el aficionado medio ve relevo a sus grandes referencias. Si los Bulls de Jordan habían sido sustituidos por la fiebre amarilla (como definía Andrés Montes a los Lakers), el advenimiento de una posible nueva dinastía que ganara campeonatos y contara con la aprobación de los fanáticos era siempre bienvenido. Finalmente ese lugar sería ocupado por los Spurs, que ya habían ganado en 1999, pero Sacramento fue la cuna del baloncesto durante unos meses y su carisma era superior a la de los compañeros texanos, poco amigos de la parafernalia hollywoodense que encerraba a la Liga en muchas ocasiones. Chris Webber fue All Star y estuvo en el Segundo Mejor Quinteto de la temporada y la plantilla contó con hasta siete jugadores por encima de los 10 puntos. Además, tenían un sustituto prometedor en la pintura (Scott Pollard) y su estilo colaborativo se observó en que su base, Bibby, repartió casi las mismas asistencias (5), que Webber (4,8) y Vlade Divac (3,7), ese pívot europeo que tenía los mismos motivos o más que sus compañeros para odiar a los Lakers y, más especialmente, a Kobe Bryant. No en vano, el escolta fue elegido en el draft de 1996 por los Hornets, pero Jerry West, en una jugada maestra sin precedentes, lo consiguió a cambio y contra la voluntad de Divac, que quería quedarse (al igual que su mujer) en Los Ángeles. Otra curiosidad del destino para un jugador que quería ver cumplida su venganza dentro de un vestuario que contó también con los 21 puntos por partido de Pedja Stojakovic, la defensa de Doug Christie, o la aportación de Haedo Turkoglu o Bobby Jackson desde el banquillo.
“El tercer año no fue sencillo. Los three peats nunca lo son”. Eran palabras de Phil Jackson, al que la realidad le avala. Ya en el primero conseguido con los Bulls en 1993 tuvieron que remontar un 2-0 en las finales del Este y superar a los Suns en las de la NBA, con un tiro ganador en el sexto partido de John Paxson que les permitió librarse de la ignominiosa situación de tener que jugar un séptimo en Phoenix. En 1998, año del segundo triplete, la situación fue más complicada, esta vez con el icónico lanzamiento de Jordan sobre Byron Russell en unas Finales en las que, por primera vez, los Bulls no partían como favoritos y tras una temporada en la que llegaron a remolque, consiguieron 62 victorias casi por inercia y los rumores sobre la retirada del escolta y la disolución de la mítica plantilla, en lo que tuvo mucho (¿o no?) que ver Jerry Krause, eran muy repetidos en el entorno de un equipo que sobrevivió como pudo a los Pacers de Reggie Miller y Larry Bird en las finales del Este (4-3) antes de poner el broche de oro a su dinastía.
Bien es cierto que los Lakers no eran los Bulls, pero Jackson conocía como nadie la dificultad para mantener focalizados y motivados a sus jugadores durante tres años consecutivos. Sobre todo si se trataba de un grupo que había experimentado el éxito demasiado pronto, nada más aterrizar el técnico en Hollywood, acompañado de Tex Winter y su triángulo ofensivo, y con un proceso más corto en cuanto al tiempo que Jordan y compañía, que se las vieron y se las desearon en los 80 antes de tocar la gloria. Esta vez además, era innegable que la plantilla no era la misma que en el 2000, primer año del Maestro Zen en Los Ángeles. No había ni rastro de los Glenn Rice, AC Green o John Salley, que tuvieron más o menos influencia en el primer campeonato y que representaron un papel capital (en el caso de Rice) o de apoyo como parte del grupo de veteranos (Green y Salley). Tras el segundo anillo perdieron a piezas aún más importantes: Ron Harper, Horace Grant y Tyron Lue se quedaban por el camino dejando huérfana a esa intendencia que tantas veces había rescatado a la franquicia. Harper en particular, parte también de los últimos tres anillos en Chicago, había actuado como mentor de Kobe y dejaba un vacío espiritual imposible de llenar con una retirada eternamente postergada, mientras que Grant era un gran conocedor del triángulo ofensivo que también había vivido con Jackson, esta vez en el primer triplete de los Bulls. Lue por su parte fue clave un año antes en la defensa sobre Iverson durante las Finales del 2001... y más de uno se acordaría de él en lo que estaba por venir.
En definitiva, los Lakers andaban justitos. Justitos entre comillas, ya que Kobe y Shaq seguían siendo las piedras angulares del proyecto en un año en el que, por cierto, se llevaron muy bien si lo comparamos con otras etapas más tumultuosas de su convivencia, año 2004 aparte. Incluso O’Neal, junto a otros compañeros de equipo, fue a la retirada de la camiseta del Lower Merion High School de Bryant y al concluir se fundió con él en un largo abrazo. La relación de ambos jugadores siempre tuvo altas dosis de amor y odio y en esa campaña la moneda salió cara. Y su nivel, por supuesto, siguió siendo excelente; el escolta seguía su progresión y se iba a 25,2 puntos, 5,5 rebotes, 5,5 asistencias y 1,5 robos de balón, siendo incluido por primera vez en el Mejor Quinteto de la NBA, además de en el Segundo Mejor Quinteto Defensivo. Al pívot por su parte, le empezaban a acechar los problemas de su poca ética de trabajo y escaso cuidado de su alimentación, aunque se las arregló para llegar a los 27,2 puntos y 10,7 rebotes con 3 asistencias y 2 tapones. Sin hablar de declive, eran sus peores números desde que Jackson llegara a la franquicia, su promedio más bajo en rebotes en lo que llevaba de carrera (empatado con la 98-99) y el segundo peor en tapones (los 1,7 de la misma temporada). Lo que quedaba de la intendencia (Horry, Fisher, Fox, Shaw) apenas apareció durante la regular season más allá de los 11 puntos por partido de un Fisher que ni en esos playoffs ni en ningún otro momento de su carrera llegó al nivel de la fase final del 2001, cuando se fue a los 15 tantos por noche siendo el tercer hombre en ataque de unos Lakers que finalizarían 15-1 en la post temporada, tope histórico hasta el 16-1 de los Warriors de Curry, Durant y compañía 15 años más tarde (2016-17).
Las fases regulares de ambos equipos no fueron polos opuestos, pero sí que estuvieron más lejos de lo que demuestran sus respectivos balances. Al fin y al cabo, los Lakers se fueron a un excelente 58-24 que superaba en dos victorias el del año anterior y se situaba a solo tres del de los Kings y en el segundo puesto de un ultracompetitivo Oeste empatados con los Spurs (por detrás de ellos en la clasificación pero con ventaja de campo en la serie que les enfrentaría en playoffs). Y sin embargo, presentaban más dudas y parecían más vulnerables que nunca en la era Jackson. Se mantenían sólidos en el Staples pero su récord fuera de casa era el peor de las tres últimas campañas (24-17), al igual que el rating ofensivo (107,2, el más bajo desde la 1993-94). Y sin embargo, era el juego lo que más había sufrido; la monotonía de buscar el poste siguiendo el triángulo se había convertido en algo demasiado aburrido para unos jugadores que decidieron hacer las cosas por su cuenta. Las ausencias de Harper y Lue supusieron un problema en el puesto de base que no se pudo suplir con la ayuda del otrora All Star Mitch Richmond, un ‘2’ puro más que un ‘1’. Muchas veces se veían las dificultades de Fisher, un hombre que ha sabido sacar todo el partido de sus pocas cualidades pero que tenía muchos defectos, para emparejarse con rivales más rápidos y con más talento, algo que se hizo obvio en playoffs, especialmente contra Bibby. Los Lakers ganaban por inercia, pero las cosas no funcionaban como antes.
El tercer año no fue sencillo. Los three peats nunca lo son
Phil Jakson
“El primer año seguimos a Phil ciegamente. El segundo, colaboramos con alegría. El tercero quisimos pilotar la nave”. Las palabras de Rick Fox, criado en el seno de una familia pentecostal de las Bahamas, describían un problema más espiritual que de calidad. Se habían perdido integrantes importantes, pero la mayor preocupación era que nada fluía como antaño. Fox dijo que ya no se encontraba en la cresta de la ola. La abnegación y la sensación grupal de los dos primeros campeonatos, tan importantes para Jackson, se habían esfumado y los jugadores, que ya habían experimentado el éxito, buscaban saciarse individualmente. El resultado fue una lógica falta de sincronía. Shaq empezaba a perder luz, pero su talento todavía le daría para mantenerse en la élite de la Liga hasta 2006, y en 2002 continuaba siendo una mole que estaba lejos (en cuanto a votaciones, que no a números) del MVP que había conquistado dos años antes pero que, centrado, era imparable. Más de lo mismo para Bryant, que en su afán de superar a Jordan buscaba cualquier camino para ganar, estuviera o no en consonancia con el equipo. El talento de estos dos jugadores fue lo que permitió a los Lakers sobrevivir a una temporada larga, perezosa y tediosa, con escasos retos y de la que no despertarían hasta abril.
En el lado opuesto, la transgresión, el cambio. Los Kings sí que estaban con ganas. Era el clímax de su proyecto, al final de su progresión se veía el ansiado anillo y se divertían en el Arco Arena, donde tuvieron, con un 36-5, el mejor home record de la NBA y algo importante de cara a unos playoffs donde tendrían ventaja de campo en todas las rondas que disputasen. No en vano, fueron el único equipo en llegar a las 60 victorias (61-21, mejor balance de la historia de la franquicia). También fueron los segundos que más anotaron durante la temporada regular (104,6 puntos por partido, una rareza por aquel entonces y solo por detrás de los 105 de los Dallas Mavericks), también los segundos con mejor promedio de rebotes (45,3, detrás de los Warriors), cuartos en asistencias (23,9), tercero en robos (9), segundo en porcentaje en tiros de campo (46,7%), noveno en triples (37%) y líder en tiros anotados (39,8) e intentados (85,4), lo que daba buena muestra del juego ofensivo y atractivo que practicaban. Y rápido, claro, liderando la Liga en pace (ritmo de juego) con un 95,6.
Los Kings llegaban, además, al pico de una reconstrucción que les daba una oportunidad tradicionalmente esquiva, sobre todo desde su último traslado, de Kansas a Sacramento. Históricamente eran una franquicia nómada, pero el éxito no les había acompañado allí donde viajaban, más allá de ese solitario anillo conquistado en 1951, cuando eran conocidos como Rochester Royals. Ni en Cincinnati ni en Kansas consiguieron igualar semejante éxito, y desde la disputa de las finales del Oeste de 1981 habían vivido una crisis que se tradujo en solo tres participaciones en playoffs en 17 temporadas, todas ellas con la primera ronda como tope y en una tendencia que se mantuvo con el último cambio de ciudad, esta vez a Sacramento, en 1985. La llegada a los despachos del ya mencionado Geoff Petrie en 1995 vino acompañada de cambios que convirtieron a los Kings en aspirantes. Escaparon de la mediocridad con la llegada de Rick Adelman y Jason Williams en 1998, mismo verano que utilizaron para fichar a Vlade Divac y traspasar a Mitch Richmond por Chris Webber. Estas adquisiciones coincidieron con la llegada del alero Peja Stojakovic, quien había sido seleccionado en el draft de 1996. Todos estos movimientos permitieron a Petrie ser nombrado Ejecutivo del Año en 1999 y 2001, justo antes del traspaso de Williams y el broche de oro para una plantilla que ya lo tenía todo para ganar.
Caminos paralelos
Tanto Lakers como Kings llegaron en un buen momento a los playoffs de 2002. Los angelinos lo harían con cinco victorias en los últimos seis partidos y una el 31 de marzo de un solo punto ante los Spurs de Tim Duncan y David Robinson que sería clave para decidir la ventaja de campo de las semifinales, en las que ambas franquicias se verían las caras. Sacramento llegó volando a la recta final de la regular season, y una racha de 11 victorias consecutivas les aseguraba el mejor récord de la NBA con tres partidos por jugarse en los que Adelman pudo dar descanso a sus estrellas.
Parece un tópico, pero en nada se parecen la temporada regular y los playoffs. Los Kings llegaban a la fase final con ganas, pero también con la presión añadida de tener que ganar. Cuando el anillo no ha llamado a tu puerta, la ansiedad aumenta y muchos han visto las oportunidades pasar hasta conseguir el ansiado premio o quedarse sin él para siempre. Ahí está LeBron, al que le costó un esfuerzo supremo y un movimiento muy criticado (bendita The Decision) en el advenimiento de la era de los jugadores empoderados, llegar al campeonato. También le pasó a Jordan, por mucho que sea recordado por los exitosos 90 y no por unos años 80 en los que pareció incluso imposible que tocara la gloria, Bad Boys mediante. Y en el lado opuesto se sitúan los Jerry Sloan (fallecido recientemente), John Stockton, Karl Malone, Charles Barkley, Pat Ewing o, más recientemente, Mike D’Antoni ya sea con los Suns de Steve Nash o los Rockets de James Harden. Todos ellos han cedido ante la presión añadida, esa que te pones tú mismo y que provoca que en el momento de la verdad, ese que distingue a los aspirantes de los campeones, la muñeca no funcione tan bien como debería. Eso les pasó, solo en parte, a los Kings en esos playoffs… aunque quedarse ahí sería injusto, obviamente, y hay que hablar de un análisis mucho más elaborado.
Los Lakers eran la otra cara de la moneda. El éxito reciente les había desenfocado durante la regular season, en la que se mostraron despistados e incluso aburridos. Pero los grandes campeones saben que el momento clave empieza en abril y las dinastías suelen tener un común denominador, ese que pone el piloto automático en una temporada regular a veces dejada de lado, para despertar de un largo letargo en las eliminatorias por el título, donde vuelve a aparecer, insaciable, el deseo de ganar. Los angelinos, alejados de la presión de ganar un campeonato que ya tenían, volvieron a la cresta de la ola espiritual en la fase final, cuando se sentían por encima de todo y de todos, inmortales. Y, desde luego, esa es la sensación que dieron, al menos en la serie contra los Kings. Ya lo avisó Shaq tras la única derrota ante los Kings que sufrieron los angelinos esa temporada regular (3-1 de balance), después de endosarles 31 puntos y 16 rebotes que no sirvieron para ganar y soportar el atronador sonido de la afición del Arco Arena: “Ya veremos luego en playoffs”. A alguno le sonará eso de quién ríe el último…
En primera ronda, los Lakers pasaron por encima de unos Blazers que eran una sombra de ese equipo que les llevó a siete partidos y una remontada histórica dos años antes, en el que fue el inicio de la fiebre amarilla. En semifinales se dejaron el segundo partido en el Staples ante los Spurs, pero reaccionaron ganando los tres siguientes para eliminar a los de Popovich. Curiosamente, los de púrpura y oro fueron superiores a los texanos a inicios de siglo, al menos en lo que se refiere a los playoffs. Les ganaron en 2001 y 2002 tras perder en 1999, antes de la llegada de Phil Jackson. Y cayeron en 2003 ya en pleno bajón del proyecto y en una serie de la que se habló muy poco pero en la que un triple de Robert Horry se salió de dentro en el quinto partido. La famosa canasta de Derek Fisher a 4 décimas del final supuso la venganza en 2004 y ya en otra era pero con protagonistas parecidos, los Lakers vencieron 4-1 en las finales del Oeste del 2008. Solo se volvieron a enfrentar en 2013, en una serie sin historia en la que los angelinos llegaron sin un Kobe que había visto su final anticipado con la lesión del tendón de Aquiles.
Hablar de la rivalidad entre Lakers y Spurs da para escribir más páginas incluso que este artículo, pero vale la pena detenerse un instante para saber lo que ha significado… o lo que no. Con dos estrellas adimensionales como referentes de su historia reciente (Kobe y Duncan) y de talento de sus entrenadores, es muy difícil entender la NBA sin ninguna de estas dos franquicias. Phil Jackson, que utilizaba como nadie el juego psicológico, no se limitó a dirigir su consabida verborrea a la ciudad de Sacramento, sino también contra los Spurs. El Maestro Zen quitó importancia al anillo de los texanos en 1999, temporada del primer lockout que provocaba un acortamiento de la temporada, definiéndolo como el año del asterisco (se jugaron 50 partidos y no hubo All Star), algo que Popovich jamás le perdonó. El técnico desarrolló desde entonces una animadversión hacia los Lakers que quedó patente en la celebración de ciertos sectores de San Antonio cuando tuvo lugar el traspaso que acabó con el sainete Kawhi Leonard, que pondría rumbo a Toronto y no a Los Ángeles, esa ciudad enemiga que genera unos sentimientos para nada recíprocos. Al fin y al cabo, para rivalidad, los de púrpura y oro ya tienen a los Celtics, mientras que los Spurs se quedaron con un premio muy cuestionado en ese traspaso (DeMar DeRozan), en el que iniciaron una caída paulatina que puede acabar, coronavirus aparte, con 22 temporadas consecutivas en playoffs. Popovich consiguió un objetivo, llevarse los mismos anillos que su teórico archienemigo desde la retirada de Jordan hasta ahora (5 por franquicia), pero cayó preso de su propio sentimiento de rechazo y cometió un error que le ha dejado sin margen para reconstruir. Desde luego, Pop es humano… y se puede quedar tranquilo. Con muchos aciertos y escasos errores, el técnico es y será siempre uno de los personajes baloncestísticos más importantes de la historia. Y todo ello es puramente objetivo por mucho que se haya visto como acababa una racha en un mundo en el que, por mucho que (nos) pese, nada es para siempre.
Pugnas aparte, los Kings tendrían la suya particular en la serie soñada: las finales del Oeste del 2002. Si los Lakers llegaban con un 8-1 y sensaciones cada vez más positivas tras la victoria en segunda ronda, los de Adelman tampoco habían tenido demasiadas dificultades. Solo se dejaron un encuentro más, en primera ronda ante los veteranos (y ya con poco recorrido) Jazz de Stockton y Malone antes de superar en semifinales a los Dallas Mavericks por 4-1 en una serie idéntica a la de los Lakers, cayendo en el segundo encuentro y venciendo en los tres siguientes. Sí, esos Mavs de Steve Nash, Dirk Nowitzki, Mike Finley o Nick Van Exel que tan bien jugaron al baloncesto con Don Nelson en los banquillos. Desde luego, a inicios de siglo XXI, en el Oeste había auténticos equipazos; y no tanto en el Este. Una tradición que ocupa, por desgracia, las dos últimas décadas. La sombra de Jordan es, desde luego, increíble y espectacularmente larga.
Dos equipos y un destino
Todo lo acontecido provocó que la expectación fuera máxima de cara a la serie. Dos años atrás, el desarrollo de las finales del Oeste hizo que explotaran las audiencias televisivas, con esa remontada histórica de los Lakers en el séptimo partido ante los Blazers, en el que llegaron a ir 16 abajo. Sin embargo, los playoffs del 2001 habían dejado fríos a los televidentes. No es para menos, ya que los Lakers resolvieron por 3-0, 4-0 y 4-0 (fo, fo, fo, que diría Moses Malone) las tres eliminatorias previas a las Finales, a las que Iverson dio algo de emoción anotando 48 tantos en el primer duelo antes de que los angelinos ganaran los cuatro siguientes con mucho talento y no demasiado esfuerzo. La eliminatoria de este año llegaba pues, llena de expectativas para unos aficionados que estaban divididos entre ver caer a la fiebre amarilla en favor de los carismáticos Kings, o que siguieran su camino al estrellato y a lo que estaba a punto de convertirse en una dinastía. La teórica inferioridad con la que llegaban los Lakers dio un impulso extra a un interés ya de por sí elevado. Y el desarrollo mismo de la propia eliminatoria, hizo el resto.
A todo esto, los Lakers llegaban bien a la serie; mejor que los Kings, de hecho. Si bien no habían sido un equipo dominante en regular season, el carácter del campeón apareció, como ya hemos mencionado antes, en el momento clave y dieron la sensación de llegar a la última ronda del Oeste con más facilidad que sus rivales. Kobe estaba en 26 puntos de promedio y ligeros problemas de tiro (42%), que habían mejorado en la eliminatoria contra los Spurs (casi un 46). Shaquille, con un doble-doble de media, pero con menos protagonismo en ataque que otras veces (23 puntos por partido). Lejos de los 27 de la temporada regular, en todo caso, pero con 12 rebotes, 3,5 asistencias y 2,5 tapones. El resto, eso sí, nada de nada; Fisher estaba en 11, pero con un 35% en tiros de campo y siendo una sombra de ese tercer hombre en el que se había convertido un año antes. Rick Fox, con 10 justos y Devean Geoge, con menos de 5. Lindsey Hunter y (sobre todo) el otrora MVP del All Star Mitch Richmond apenas participaban en la rotación, al igual que un cada vez más veterano Brian Shaw, ya prácticamente en labores de asistente, puesto que ocuparía al lado del tío Phil tras su retirada. Y Robert Horry era la referencia de la intendencia más allá de la estadística (9+6 hasta esa ronda) en lo que fue un calentamiento para él, previo a un protagonismo tan inopinado como merecido.
Los Kings aterrizaban en sus primeras finales de Conferencia desde que estaban en Kansas, 21 años atrás. Y lo hacían con un punto más de dificultad que sus rivales, pero con unas tornas que cambiaron ligeramente respecto a la fase regular y que se convertirían en la tónica de la serie que se avecinaba: la aparición de Mike Bibby. El ataque, lejos de las individualidades, sí que había sido liderado por la figura de Chris Webber, pero ahora el ala-pívot compartiría protagonismo con el base, que explotó en playoffs: de los 13,7 puntos que promedió durante el curso pasó a los 18,3, con 4 rebotes y 5 asistencias. 22+7 en semifinales contra los Mavs, en una serie en la que superó la veintena en los últimos cuatro enfrentamientos. Sin duda alguna, Bibby se convertiría en el elemento diferenciador de Sacramento y fue ahí donde demostró que era mejor que Jason Williams, su predecesor. Con menos tiempo de bote de balón y más fiabilidad para el tiro exterior, se postuló como el arma perfecta para el proyecto de Adelman y sin los pulsos de liderato que Chocolate Blanco siempre estaba dispuesto a plantear. Los Kings, además, llegaron con Webber lanzado: con 23 puntos de promedio en los 9 partidos disputados, 25+11 en semifinales. Y con una variante obligada, la de un Pedja Stojakovic, que se lesionaría en el tercer partido ante los Mavs (y el mérito añadido de finiquitar la serie sin él) y que no sería introducido en la rotación hasta el quinto partido de la eliminatoria, y de suplente. Nunca es bueno hacer cambios tan bruscos en una parte tan crucial de la temporada, pero en este caso no quedaba otra que ir con todo, y el ascenso a la titularidad de Haedo Turkoglu, con menos tiro pero más penetración y movilidad, planteó serios problemas de emparejamiento a la defensa de los Lakers. El turco, por cierto, venía de sentenciar a Dallas con 20 puntos, 13 rebotes, 2 asistencias y un +13 con él en pista en el quinto y definitivo. Tutelado por Divac desde sus inicios en la NBA, el serbio le acogió incluso en su casa en sus primeros meses en Estados Unidos, en el 2000, y se hizo cargo de su adaptación a una competición radicalmente distinta a la europea y con un nivel de expansión que dista mucho del actual, por mucho que el aperturismo ya experimentara una ligera efervescencia. Turkoglu tuvo luego recorrido en la Liga y buenas actitudes de point forward (un alero pasador), ese puesto inventado por Don Nelson tiempo atrás, y en ese momento dejaba unas buenas impresiones que precedían el inevitable enfrentamiento.
De la aparición de Kobe a su misteriosa intoxicación
Los aficionados de Sacramento esperaban la serie con ansia. Quizá demasiada. La impaciencia nunca es buena consejera y los Lakers se estrenaron con victoria. Los nervios, eso de lo que ya hemos hablado antes, pasaron factura a los Kings en el primer asalto, que los angelinos dominaron sin mucho brillo pero en un encuentro muy repetido en playoffs: un inicio fuerte (22-36 al término del primer periodo) ventajas siempre de entre 7 y 10 puntos, control de las acometidas del rival, buena toma de decisiones en los momentos oportunos y sentencia al final (99-106). Fue el partido de Kobe, que se fue a 30 puntos, 6 rebotes, 5 asistencias, 2 robos y 2 tapones en 44 minutos con un aceptable 12 de 26 en tiros. Y defendió a Turkoglu en algunos momentos del choque, aunque esto correspondería a Rick Fox en la mayor parte de una serie en la que Bryant tendría que ayudar (mucho) con los emparejamientos con un Bibby que llegó a los 19 tantos en el duelo inaugural. El turco, acabó con 0 de 8 en tiros y sin anotar en un duelo en el que Webber fue el mejor de los locales (28+14+6) y O’Neal apareció de forma tímida, pero segura (26+9 al final). Mientras, Robert Horry se situaba como ese tercer hombre (18+8), más por necesidad que por estadísticas, con mucho oficio y no poca experiencia.
Antes del segundo duelo, la polémica apareció por primera vez en una serie de la que ya no se fue. Kobe sufría una fuerte intoxicación alimenticia debido a una hamburguesa con queso que pidió en su hotel de Sacramento. El escolta estuvo vomitando de manera constante y tuvo que recibir hasta tres litros de suero vía intravenosa antes de saltar a la pista, para lo que fue duda hasta el último momento. Acabó con 22 puntos en 40 minutos y los Kings ganaron, no sin dificultades (96-90): 21+13+5 de Webber, 15+14 de Divac, 20+8 para Bibby, 17 para Jackson desde el banquillo y 13 vía Christie con 8 de un Turkoglu que no terminaba de carburar. Todos anotaban en los Kings, que todavía no estaban jugando su mejor baloncesto y tuvieron que hacer frente a la primera versión monstruosa de Shaq en las series (35+12 con 15 de 27 en tiros) y a las críticas veladas e indirectas de unos Lakers que sospechaban que la intoxicación de Kobe no había sido un simple accidente. Lo fuera o no, la serie se marchaba a Los Ángeles con tablas y la ventaja de campo en manos de los angelinos… aunque las tornas empezarían a cambiar muy pronto. Horry, por cierto, ya empezaba a carburar, con números excepcionales: 8 puntos, 20 rebotes y 4 asistencias para él, ya postulado de manera definitiva como la tercera espada de los suyos.
La La Land: los Kings, a la conquista de Hollywood
El viaje a Los Ángeles no fue especialmente largo, pero sí fructífero para los Kings, que iniciaron un claro dominio que se prolongó durante un partido y medio, desmadejando a los Lakers como nadie lo había hecho en los tres últimos años. El three peat de la fiebre amarilla nunca se vio tan puesto a prueba como entonces, ni siquiera en las finales del Oeste ante los Blazers, cuyo desarrollo no fue ni parecido a este en una eliminatoria en la que los de púrpura y oro contaban con más argumentos y talento que en 2002. Kobe llegaba al tercer encuentro parcialmente recuperado de una intoxicación a la que se le dio menos importancia de la que tuvo, y los medios estadounidenses recalcaban que la ventaja de campo estaba ahora en manos de los de Phil Jackson, que tenían en playoffs, un récord de 22-4 en el Staples desde su inauguración en 1999 cuando dejaron atrás el antiguo Forum y fueron pioneros de esa estela luego imitada por numerosas franquicias en el siglo XXI de pabellones que son mucho más que pabellones.
El Staples inició una nueva era para los Lakers; la de Kobe y Shaq primero y la del escolta después, la de 5 anillos en el inicio del nuevo siglo con Phil Jackson como mesías y la Mamba Negra como gran referente. Fueros tiempos de anillos y cambios, con Jerry West diciendo adiós (tras el anillo del 2000) mientras Jackson, al que el propio West había fichado junto con el Doctor Buss, saludaba alegremente a la hija del dueño y ganaba demasiado poder (y dinero, 8 millones de dólares por aquel entonces) en la franquicia. Pero al margen de eso, nunca, probablemente hasta los Celtics (2008 y 2010), hubo tanta oposición a los Lakers en playoffs desde que se hicieron con el primer anillo del siglo XXI. Los Kings arrollaron en el tercer partido de la serie, el menos igualado de todos y el que daba un nuevo cariz a la eliminatoria. Los dos partidos de Sacramento parecían historia, y para muchos, en ese duelo se vio reflejado el nivel mostrado por ambos equipos en temporada regular. En el primer cuarto ya dominaban por más del doble de puntos de los que tenían los anfitriones (15-32), y al descanso se iban con un cómodo 40-52, y los 35 puntos que sumaban Bibby, Webber y Turkoglu de forma combinada solo eran contestados por O’Neal (15). Kobe, con 2 solitarios puntos y 1 de 7 en tiros, parecía seguir intoxicado, pero no tanto por una hamburguesa como por el brío de los Kings y la defensa de Doug Christie, que le tenía totalmente fuera del partido. Los angelinos sufrían; el silencio del Staples era mayor incluso del que solía hacer gala una pista más pendiente de la farándula que del juego. Jack Nicholson, en su habitual asiento de primera fila, se mostraba visiblemente exasperado ante la dinámica de un equipo que ni estaba ni se le esperaba.
Los Kings sentenciaron el partido en el tercer cuarto, sin descansos para su equipo titular al completo (a excepción de 6 segundos que Pollard le dio a Divac) y con un parcial de 23…a 12. La pájara era tremenda; en total, hubo en ese periodo 5 de 25 en tiros de campo, solo 6 puntos entre Shaq y Kobe y 1 de 9 en triples con 3 asistencias repartidas. Todo estaba finiquitado a falta de 12 minutos por jugarse (52-75), y aunque un parcial de 14-0 a 7 minutos del final despertaba de su letargo a la afición angelina y sembraba una ligera (ligerísima) duda (75-87), los Kings mantuvieron la cabeza fría y se llevaron el encuentro con un resultado algo maquillado (90-103) pero una diferencia en cuanto al juego absolutamente asombrosa. Y con 24+4+5 de Bibby, 26+9+6 de Webber, partidazo de Christie (17+12+6+3+1), un Divac que también hizo de todo (11+9+4+2+3) y Tukoglu claro, que se fue a los 14 tantos y un +27 con él en pista. Ah, y 11 puntos de Bobby Jackson en el banquillo. Adelman no tuvo que utilizar más que a seis jugadores de la rotación (con seis minutos de Pollard) para infligir a los Lakers una dura derrota e hincharse de un optimismo acrecentado por los solo 20 puntos de O’Neal (19 rebotes, 4 asistencias pero 5 pérdidas) y otros 22 de un Bryant (16 en el último cuarto) caprichoso en el tiro (8 de 24) y todavía en vías de recuperación por esa famosa intoxicación cuya autoría siempre estará bajo sospecha. Que Shaw, Hunter y George dieran más impulso a los Lakers que cualquiera de los titulares, resumía la noche a la perfección. De repente, a la conclusión del tercer partido, estaba claro que los Kings buscaban hacer sus sueños realidad en la Ciudad de las Estrellas, igual que Mia y Sebastian en La La Land. Solo que esta película no era de amor, claro.
El cuarto partido marcó un antes y un después. La eliminatoria pasaría de ser buena a histórica, de poseer un gran nivel a tener tintes mágicos, casi épicos; de contar con la atención de casi todos los espectadores, a dejarlos pegados a su asiento, ya fuera en el Staples (que era donde se jugaba ese encuentro), el Arco Arena o el sillón de casa. El encuentro fue titánico, casi perteneciente a una epopeya, uno de esos duelos que marcan al aficionado y que se establece como parte de la historia de una competición que no espera a nadie. Y los Kings, que siguieron siendo candidatos los dos años siguientes pero tenían su gran oportunidad ante ellos, lo sabían. Igual que sabían, como no podía ser de otra manera, que ese triple de Robert Horry dejaba un regusto amargo, como a derrota, no de un partido, de algo un poco más grande. Que una eliminatoria que podrían haber sentenciado se había quedado en tablas, y que ni la ventaja de campo recuperada bastaría. Si era o no lo que pensaban en Sacramento no lo sabemos, igual que sería ventajista asegurar que nosotros estábamos convencidos de que la serie se decidió entonces. Pero, en retrospectiva, es una obviedad supina que el golpe de gracia podría haberse dado en esos segundos finales, en los que la posición de Horry en pista, el palmeo de Divac o el recuerdo de la ventaja de 24 puntos que llegaron a tener los visitantes, se fusionaron para dar lugar a una de las jugadas más memorables de siempre.
Eso sí, nadie lo podía prever en un inicio calcado al del tercer partido. Casi más bochornoso, igual de desvergonzado y extendiendo el inopinado dominio que los Kings estaban teniendo sobre unos Lakers maniatados, alicaídos y a merced de un rival que ya les doblaba en el primer periodo (40-20) tras anotar una cantidad ingente de puntos, 20 entre Divac y Bibby, que entre ambos sumaron 7 de 8 en tiros de campo prácticamente sin oposición. Y dejando a Bryant sin anotar, una proeza al alcance de muy pocos para la que ya, con la famosa intoxicación a lo lejos, no quedaban excusas. Durante el segundo cuarto, los Kings tuvieron ventajas de 43-20, 48-24 y 50-26 antes de que Kobe despertara con 13 puntos que, unidos a un postrero triple de Samaki Walker desde más de siete metros (y fuera de tiempo, bendito Instant Replay, entonces inexistente) dejaba a unos ignotos Lakers vivos al descanso (65-51), pero muy por detrás en cuanto a sensaciones. El público del Staples, atónito ante lo inédito, se encontraba de pie casi en su totalidad durante la primera mitad, dejando atrás esa fama de estadio glamuroso pero frío, histórico pero con una afición, la que siempre le había acompañado, más pendiente de parecer que de ser. Ver a los Lakers en tal situación animó a unos seguidores de difícil mutación, que sintió que su equipo se encontraba ante el mayor desafío desde la llegada de Phil Jackson. Por una vez, los de púrpura y oro no parecían invencibles. Y los Kings, culpables de ello, se gustaban mientras practicaban el baloncesto que les caracterizaba.
Al descanso las cosas cambiaron; no de repente, pero sí gradualmente. Los Lakers empezaron a remontar, sin prisa pero sin pausa, como un martillo pilón que sabe que no está jugando bien pero que insiste, aplicando la teoría a la práctica, llevando el triángulo ofensivo hasta la extenuación. Eso sí, hubo un cambio clave introducido por Phil Jackson a inicios del tercer cuarto: el de poner a Kobe Bryant sobre un Bibby incontrolable que llevaba 18 puntos, con 8 de 11 en tiros al intermedio. El escolta, un defensor excelso sobre el balón y con un uno contra uno excepcional también en ese lado de la pista, ya había dejado dos años antes a Steve Smith sin anotar en los últimos 11:40 del séptimo partido en el que los Lakers se impusieron a los Blazers, con una remontada para los anales liderada por la propia Mamba Negra. Ahora, volvería a ser clave en un emparejamiento dejando a Bibby en 3 puntos con 1 de 5 en tiros de campo en toda la segunda mitad. Sin dejarle recibir, impidiendo que hiciera de recipiente de esos pívots que tan bien movían el balón (marca Adelman) y que se vieron obligados a jugársela ante O’Neal al no encontrar a su base y líder, ahogado por la defensa de Bryant. La realidad, eso sí, fue que los Kings nunca le perdieron la cara al cuarto asalto. La remontada no fue fruto de una mala racha, sino paulatina, lenta y trabajada. Sacramento, sin la aportación de Bibby, se quedó en 15 y 19 puntos en los dos últimos cuartos, y los Lakers se acercarían hasta que se ganaron, más por insistencia que por merecimiento en cuanto a juego, la oportunidad de forzar la prórroga en la última jugada… o sentenciar con un triple.
Hablar de Robert Horry es hacerlo de un hombre de difícil análisis, que siempre ha andado de puntillas en esa fina línea que separa la oportunidad del oportunismo. Nunca es (ni será) considerado un gran jugador, por mucho que destacara en el instituto y firmara en la Universidad de Alabama 12 puntos y 7 rebotes de promedio en cuatro años, coincidiendo con uno de esos jugones que luego daría mucho que hablar en la NBA, Latrell Sprewell. Sin embargo, y por mucho que Sprewell alternara altercados con momentos de gloria en Knicks (Finales de 1999) y Wolves (big three con Sam Cassell y Kevin Garnett en 2004), sería Horry, ese ala-pívot que podía jugar de alero y tenía brazos largos y buenas aptitudes para el rebote y la defensa, el que entraría en una historia entendible sin él, pero que queda incompleta sin mencionarle. Elegido en el puesto número 11 del draft por los Houston Rockets, fue parte de la plantilla que ganó el campeonato en 1994 y 1995, el del nunca subestimes el corazón de un campeón. Ahí fue donde Rudy Tomjanovich supo aprovechar hasta cierto punto ese avance evolutivo que representaba, tan extraño a principios de los 90: el del cuatro abierto. Una posición consolidada luego por Dirk Nowitzki, un hombre con mucho (muchísimo) más talento, pero también (muchísimos) menos anillos. Aunque en realidad, todos tienen menos anillos que Horry excepto los Celtics de Bill Russell, ese equipo legendario, tan histórico como prehistórico. El número siete ha sido una cifra imposible de alcanzar incluso para Jordan, Kobe, LeBron y compañía; pero no para Horry, que cuando pasó de Lakers a Spurs y en 2005 ganó el anillo con ellos (algo que repitió en 2007), no se convirtió solo en el único en hacerlo en tres equipos diferentes, también llevó hasta el extremo su cualidad más destacada: estar siempre en el sitio y lugar adecuados. Y ser clave en ellos, algo indivisible de lo primero si quieres ganar siete anillos. Solo con suerte puedes ganar uno, dos como mucho, pero en algún momento tienes que aparecer para salir campeón tantas veces como él lo hizo.
Horry promedió 10,1, 9,9, 10,2 y 12 puntos en sus cuatro primeras campañas. Nunca se volvería a acercar a esas cifras y su única distinción individual consistió en ser elegido en el Segundo Mejor Quinteto de Rookies. Eso y sus anillos, que ocupan una mano y dos dedos, serían su único legado si no fuera porque en ese encuentro, con los Lakers moribundos, rozando una eliminación no efectiva pero sí moral, anotaría el triple de la victoria. Antes de eso, Vlade Divac había anotado solo uno de dos tiros libres, y fue el pívot el que palmeó el balón, alejándolo de la canasta, después de que Kobe fallara una bandeja tras tiempo muerto para forzar la prórroga y Shaq no concretara con el rebote ofensivo. La pelota llegó a Horry que, cómo no, estaba donde tenía que estar, en la cabeza de la bombilla, fuera de la línea de tres y preparado para encestar un triple que salvaba a los Lakers de una situación casi imposible y hacía estallar al Staples Center como nunca antes lo había hecho. Todos cargaron a por el rebote excepto el ala-pívot, que intuyó que su lugar estaba en una posición algo más alejada. Horry cuajó las series de su vida (11 puntos y 11 rebotes de promedio) y uno de sus mejores partidos en playoffs (18 puntos, 11 en el último cuarto con 3 de 4 en triples, 14 rebotes y 5 asistencias), ya había sido importante en determinados momentos con los Rockets, como también en ese séptimo partido ante los Blazers o en el tercero de las Finales ante los Sixers del curso anterior. También lo sería en 2005, con los Spurs, cuando un triple suyo daba la victoria a los texanos en el quinto, a la postre clave, en las Finales ante los Pistons. Pero esa canasta representó su clímax como jugador, y pasó a los anales como una de las mejores de la historia de la NBA. Algo importante, teniendo en cuenta que este hombre hizo de ganar algo normal.
“Solo ha sido suerte”, comentaría después Divac en rueda de prensa. “Debería leer más los periódicos. No es la primera vez que lo hago”, replicaba Horry, alimentando esas dosis de polémica y declaraciones cruzadas que elevaron la serie a un nivel en el que ya se encontraba y del que no bajaría hasta su conclusión. La imagen del jugador de los Lakers en el centro de la pista abrazado por sus compañeros tras el yes del comentarista Marv Albert, es historia del Staples y el alivio era palpable en todas las caras menos en la de Phil Jackson, siempre impertérrito, como si su aura estuviera por encima del bien y del mal y nada ni nadie fuera capaz de dañar al ser celestial que parecía (y parece) representar. Los Kings, que lo habían hecho todo bien pero habían perdido, debieron pensar que los Lakers eran inmortales. Al igual que ese quinto encuentro que los Warriors ganaron en las últimas Finales en Toronto, cuando parecían haber sucumbido ante un rival que llegaba a los últimos minutos por delante y con una dinámica ascendente. Es esa sensación que muchas veces envuelve a los grandes campeones y que decanta la balanza en determinadas eliminatorias. A agua pasada todos dijeron que ese tiro sería la clave. Y seguramente lo fuera. Pero lo realmente importante, fue que el baloncesto y (sobre todo) el relato originando en la eliminatoria se magnificaban, ascendían y se multiplicaban, disparando (todavía más) unas audiencias televisivas ávidas de saber el gran desenlace.
Los Kings todavía tenían mucho que decir y lo dijeron, al igual que los Lakers despertaron de ese partido y medio de duermevela y se metieron de lleno en las finales del Oeste. Los angelinos, por cierto, jamás perdieron dos partidos seguidos en el Staples en playoffs en todo el siglo XXI hasta esa malograda y dolorosa segunda ronda ante los Mavericks, en 2011. Antes, solo Sacramento estuvo cerca de romper esa increíble racha, aunque sin suerte. Si cogemos del cuarto al séptimo encuentro, podríamos estar hablando de una serie distinta a la anterior (y a cualquiera que se hubiera jugado antes o después). Y todo empezó y cambió con el tiro de, en palabras (otra vez) de Andrés Montes, ese extraño elemento llamado Horry. Un hombre con poca historia… pero histórico, al fin y al cabo.
La fe de Mike Bibby
Se podría decir que Mike Bibby había nacido para jugar al baloncesto. Procedente de una estirpe de deportistas que incluía a su tío Jim Bibby, jugador de la MLS, y sobre todo a su padre, Henry Bibby, antiguo miembro de los Knicks que ganaron el último anillo de su historia (1973, con Phil Jackson en el equipo) y de los Sixers de Julius Erving que se colaron en las Finales de 1977 y 1980, Mike estaba destinado a grandes cosas. O por lo menos, a ser parte, aunque pequeña, de la historia de la competición. Su progenitor no tuvo tanta suerte en Philadelphia, donde se le escurrió el campeonato que ya había conquistado en Nueva York de entre los dedos, antes de que la franquicia llegara a unas nuevas Finales en 1982 y ganara el título con Moses Malone y su fo, fo, fo en 1983, con Henry ya retirado. Allí, curiosidades del destino, compartió equipo con Joe Bryant, padre de Kobe, al que tuvo enfrente en el instituto y también durante la serie.
Bibby, que nunca tuvo la cualidad de la que Robert Horry siempre hizo gala, esa de estar en el momento y lugar adecuados, poseía un talento mucho mayor que el ala-pívot y que el de su propio padre, pero se retiró sin esos títulos que todos los grandes jugadores en algún momento de su carrera persiguen. El base empezó perdido en Vancouver, con unos Grizzlies cuyas dos únicas buenas noticias aparte de él fueron Shareef Abdur-Rahim y Michael Dickerson, y con los que sumó tan solo 76 victorias en 214 partidos antes de dar el salto a un equipo ganador por primera vez en verano de 2002. Bibby era un playmaker menos imaginativo pero más eficaz que Jason Williams, con una menor dosis de egocentrismo y deseos de protagonismo y una mayor abnegación que le permitió cuadrar muy bien en un equipo en el que se erigió como líder en esos playoffs. Curiosamente, sus mejores estadísticas individuales coincidieron con las siguientes temporadas, cuando el equipo era contender, pero no tan favorito. En las cuatro siguientes temporadas Bibbly promedió 15,9, 18,4, 19,6 y 21,1 puntos por partido con porcentajes siempre superiores al 36% en triples y a las 5 asistencias pero sin llegar a un All Star cuya ausencia es muy parecida a otras tan históricas o más como las de Ron Harper o Mike Conley, o a los mejores quintetos de la temporada. Estamos hablando de un jugador descarado, mejor de lo que se le recuerda y con un talento innato, que se quedó sin premio. Aguantó en los Kings hasta 2008 como último reducto de un equipo que ya no contaba ni con Adelman y que se fue deshaciendo paulatinamente desde 2002 sin volver a estar tan cerca de esa oportunidad perdida. Antes, en la 2004-05, y en su enésimo lazo familiar con el baloncesto, compartió equipo con Eddie House, su cuñado, un buen jugador que ganaría el anillo con los Celtics de Garnett y compañía tres años después. Desde luego, eran todo un clan, con un vínculo inabarcable dentro del deporte.
Tras su aventura en Sacramento, Bibby pasó por los Hawks hasta que en 2011 fue traspasado a los Heat (tras dos solitarios encuentros con los Wizards), disputando unas Finales, las únicas de su carrera, que se saldarían con derrota ante los Mavericks de Nowitzki… y Stojakovic, único representante de aquellos Kings que se retiraría con un anillo de campeón más allá de un Pollard que tuvo un papel irrisorio en los Celtics de 2008. Un año después y tras una temporada sin historia en los Knicks, Bibby ponía punto y final a su carrera con un pobre balance para aquel chico que se tatuó (entre muchas otras cosas), como elemento premonitorio, el logo de la NBA con tan solo 16 años. Un currículum que contrasta con el increíble juego que desarrolló en buena parte de su carrera y, sobre todo, en esas series, en las que se erigió como el elemento diferenciador. Ese del que los Kings carecían anteriormente.
Bibby respondió al tiro ganador de Robert Horry en el cuarto partido con otro en el quinto. El desarrollo esta vez fue totalmente distinto al de los cuatro anteriores y diametralmente opuesto a los dos celebrados en Los Ángeles. Esta vez, no hubo grandes ventajas en el marcador, ningún cuarto se resolvió por más de nueve puntos de diferencia y el final fue de una igualdad que rozaba el infarto. Los Lakers, más cómodos ante los cencerros de Sacramento que en su propia casa, no repitieron sus dos últimos inicios, completa y netamente dominados por sus rivales, y se adelantaron en el primer periodo (27-33), antes de que los locales le dieran la vuelta al descanso (51-46). En la segunda mitad, los intercambios se hicieron constantes dentro de un común denominador que marcó el duelo y que maniató a los Lakers: la faltas de O’Neal. El pívot solo pudo disputar 31 minutos (28 puntos con 14 de 18 en tiros y un solo tiro libre intentado) y fue eliminado por faltas cuando todavía faltaban tres para el final del partido. Los últimos cuartos no se le estaban dando especialmente bien durante la fase final, y en los siete partidos anteriores apenas promediaba un 20% en tiros en los 12 minutos finales de partido. En el quinto ante los Kings, el bochorno fue aún mayor, y ni siquiera miró a canasta, siempre rodeado de dos, o hasta tres defensores locales.
Kobe intentó resolver las cosas por su cuenta, pero esa valentía que le caracterizaba de asumir tiros imposibles en momentos complicados tornó en defecto en ese final de partido. A los Lakers les valió durante un breve periodo de tiempo y llegaron con empate a 89 con dos minutos por jugar y 8 puntos de Bryant, que ya había alcanzado los 30 con los que finalizó el encuentro. El escolta no anotó más y falló sus cuatro últimos lanzamientos en los cuatro últimos ataques de los angelinos, incluido el que les habría dado la victoria. Antes de eso, Bibby había sacado de banda tras tiempo muerto habilitando a Webber, y éste se la devolvió a su compañero, que transformó un lanzamiento en suspensión desde seis metros que daba la delantera a su equipo. “Bibby, siempre que hay que meterla, la mete”, zanjaba Antoni Daimiel. Los árbitros obviaron el bloqueo en movimiento en el que se quedó Fisher, auspiciado por el propio Webber. El fallo posterior de Bryant, que asumió mucho (demasiado) en los últimos instantes, hacía estallar el Arco Arena.
La celebración de los Kings demostró sobradamente el nivel emocional que había alcanzado una serie que ya era histórica. Dos tiros ganadores en dos partidos consecutivos daban buena cuenta de ello, pero lo más importante para Sacramento era haberse repuesto moralmente del palo que supuso rozar el 3-1, que se escapó en el último suspiro, y conseguir sufrir ante su público para sacar una victoria bajo mucha presión. Si ese tiro de Bibby no hubiera entrado, habrían viajado a Los Ángeles con un 3-2 en contra y habiendo perdidos dos encuentros muy igualados. La victoria, muy trabajada, soportando, como si de grandes campeones se tratase, las acometidas de los vigentes campeones, supuso un alivio para los jugadores locales. Incluso para Adelman, no tan impasible como Jackson, pero con ese envoltorio de tranquilidad inherente al entrenador NBA, al que le acompaña una marcada ausencia de grandes aspavientos o celebraciones y que pasa más tiempo sentado y sin dar tantas indicaciones como su homólogo europeo. El abrazo de Divac a Bibby en mitad de pista y la manera que tuvo la afición de jalear la victoria, demostró todo lo que había soportado el equipo los dos años anteriores, incapaces de ganar a los Lakers. Webber, criticado por sus malos porcentajes de acierto en playoffs durante los dos últimos playoffs, respondió con 29 puntos y 13 rebotes. Divac y Turkoglu anotaron 13 por cabeza. Pero fue Bibby, con 23, el elemento diferenciador que permitió a los Kings soñar a lo grande. Por primera vez, la ciudad de Sacramento se veía en las Finales. Los aficionados, que empezaban a hablar del anillo sin tapujos, se sentían ganadores. Y con todo merecimiento.
“Los Kings no se han visto en otra”. Las palabras de Montes, pronunciadas cuando el quinto partido todavía estaba en marcha, resumían perfectamente la sensación de analistas y aficionados. Era su momento, ese que llevaban tanto tiempo esperando, y con 3-2 arriba tenían dos match balls y afrontaban el sexto encuentro sin la presión de la eliminación y con la tranquilidad de que tenían una bala guardada en la recámara, la de un hipotético séptimo partido en casa. Allí donde el ruido se acrecentaba y la confianza se disparaba, acongojando a unos rivales que casi nunca podían soportar el ambiente que allí se originaba. Eso sí, algunos pensaban que la experiencia de los Lakers en un séptimo jugaría a su favor, y que el equipo de Adelman tenía que ganar en el Staples para llevarse la eliminatoria. En lo que sí se coincidió, como no podía ser de otra manera, era en que los Kings eran un equipazo. El quinto partido había sido la confirmación; en esos momentos en los que tiembla el pulso, Sacramento supo sufrir ante su público, consiguió llevar el partido hasta el final, luchar contra la insistencia laker y sentenciar tras un duro (durísimo) mazazo, el que había supuesto ese triple de Horry sin el que ya era imposible entender la eliminatoria.
Los Lakers nunca se habían enfrentado a una situación parecida en la era Jackson. Se habían jugado la eliminación en otras dos ocasiones, ambas en el 2000: en primera ronda ante los Kings, con 2-2 y el quinto partido en el Staples; y en las finales del Oeste con aquel séptimo partido ante los Blazers, también en casa. Esta vez, la ocasión era inédita por partida doble. Por un lado, el hipotético séptimo partido lo disputarían como visitantes. Y por otro, era la primera ocasión en la que estaban 3-2 abajo. De nuevo, y aunque ya había quedado más que demostrado, se certificaba que la fiebre amarilla estaba ante su mayor desafío. La tradición forjada por el Doctor Buss en los 80, esa cuya visión era la de forjar celebrities en la pista a base de acumularlas en las gradas y capitalizar la vida de Los Ángeles, que se materializó en el viejo Forum y resucitó en el Staples, pendía de un hilo ante la revolución de unos Kings dispuestos a acabar con el orden establecido desde la mudanza de la franquicia angelina en 1999. Y si bien el nuevo capítulo, el sexto dentro de una serie con tintes épicos, no fue histórico por acabar con la dinastía de los Lakers o por tener otro tiro ganador para el recuerdo, sí lo fue por la controversia que originó, convirtiéndolo en uno de los más polémicos de la historia de la NBA.
Transcurridos apenas algo más de tres minutos, Kobe Bryant recorría la cancha y se paraba a la altura del tiro libre para lanzar en suspensión por encima de Mike Bibby. El escolta anotó, pero además, el árbitro señaló falta, por lo que conseguía un 2+1. Bibby le hacía gestos de incomprensión al árbitro, visiblemente molesto. En la repetición, se ve claramente que el base no toca el brazo de Bryant en ningún momento. “Jugué un partido en el que pasaron cosas muy extrañas”, diría Chris Webber 16 años después. La realidad, difícilmente discutible, es que el arbitraje, aposta o no, favoreció a los Lakers. Más allá de las conspiraciones masónicas originadas en torno al encuentro, que hablaban de que la NBA quería forzar un séptimo partido para impulsar aún más unas audiencias televisivas que estaban alcanzando cotas insuperables, es complicado argumentar que el arbitraje fuera bueno. En ese sexto duelo (106-102 final) los Lakers tiraron 40 tiros libres (34/40 por el 18/25 de los Kings)… 27 de ellos en el último cuarto. A los pívots de los Kings les pitaron 20 personales, dos consecutivas y muy dudosas a Scott Pollard a inicios del último cuarto (una en ataque y otra en defensa) que obligaron a Adelman a alinear a un Divac que ya llevaba 5, y que sería eliminado minutos después de su compañero, lo que dejaba a Sacramento con un solo hombre para defender a Shaq más allá de Webber: Lawrence Funderburke, que había disputado cuatro de los 14 encuentros de playoffs, con apenas 14 minutos en total. Por si eso fuera poco, los árbitros no vieron un codazo de Kobe a Bibby cuando los locales intentaban cerrar el partido desde la personal y que habría dado a los Kings balón para ganar. Michael Wilbon, del Washington Post, llegó a asegurar que había contado “seis errores arbitrales, todos contra Sacramento, solo en ese último cuarto” en el que los angelinos anotaron cinco canastas en juego… y 21 tiros libres.
Y si ya es imposible defender la actuación arbitral en ese encuentro, las teorías sobre el papel de David Stern y la propia NBA fueron imposibles de acallar. Sobre todo cuando Tim Donaghy, árbitro que acabó condenado por amaño de partidos, aseguró que se pitó con la intención de que se llegara al séptimo y definitivo, todo para mayor beneficio de la NBA ante el interés que la eliminatoria estaba despertando. “Sacramento tenía el mejor equipo de la Liga. Pero los árbitros no permitieron que ganara el mejor equipo”, escribió Donaghy, que no estaba ese día pero dijo conocer las intenciones del equipo arbitral que formaron Dick Bavetta, Ted Bernhardt, Bob Delaney. “Sé lo que sucedió, estoy seguro”, insistía Webber, que nunca vio tan de cerca el anillo. “No voy a decir que hubo una conspiración. Simplemente creo que algo no estaba bien. Fue injusto. No tuvimos la oportunidad de ganar ese partido”, diría Pollard. Las declaraciones de protagonistas y analistas no hicieron más que repetirse y el periodista Bill Simmons, entonces de la ESPN, dijo que “desde el punto de vista arbitral, es el partido más unilateral de la última década”. Como no podía ser de otra manera, el comisionado negó vehementemente todas las acusaciones.
Jugué un partido en el que pasaron cosas muy extrañas
Chris Webber
A todo esto, Shaq y Kobe se combinaron para 72 puntos y 28 rebotes. 41+17 (con 2 tapones) del pívot, que mostró su versión más dominante, y 31+11 (con 5 asistencias) de Bryant en una buena serie de tiro (10 de 20, con 11 de 11 desde la personal). Entre los dos anotaron 23 de los 31 puntos de los Lakers en el último cuarto y O’Neal transformó los seis últimos tiros libres que intentó tras lanzar solo uno en el tercer partido, ambas noticias inéditas. Eso sí, los Kings, una vez más, estuvieron todo el rato en el partido. Se fueron cinco arriba al descanso y entraron con 75 iguales a los últimos 12 minutos. Nunca, en ningún momento en toda la eliminatoria, Sacramento se desconectó, o estuvo mentalmente fuera de alguno de los siete partidos, y todavía a falta de tres minutos para la conclusión del sexto mandaban 90-92, iban solo uno abajo a falta de menos de 90 segundos (97-96), de 20 (101-100) y de 12 (103-102), antes del afrentoso codazo de Kobe (lo más protestado) y el intento fallido de triple del noqueado Bibby, que erró ante la defensa del escolta. Los Lakers sufrieron en uno de los partidos más polémicos de siempre y lo sacaron adelante con decisiones más que cuestionables… pero lo sacaron. Habría, por tanto, séptimo partido. Ese que (no sabemos si) los árbitros se empeñaron en forzar y que el aficionado había soñado y deseado durante toda una serie de playoffs, quizá desde toda una temporada, acrecentada por la especial rivalidad que se forjaba entre los dos equipos en los últimos años. Y parecía, todo hay que decirlo, que la resolución de la serie en un game seven era de justicia poética ante una eliminatoria que, para un alto porcentaje de los aficionados, era la mejor que habían vivido en mucho, mucho tiempo.
Ya dijo el gran Bill Russell, por nombrar otra cita para la historia: "las dos palabras más importantes del deporte: game seven". Andrés Montes era más básico: “el día D, la hora H”. Así de rotundo se mostraba en el inicio de la retransmisión del séptimo partido, disputado el 2 de junio de 2002 en el Arco Arena de Sacramento. “En temporada regular se pelea, se lucha y se juega precisamente para que un partido como éste se pueda jugar ante tu público”, apuntillaba Daimiel en unas declaraciones con un trasfondo mayor del que parece. Sobre todo para el baloncesto actual, inmerso en el debate del load management. Poco de eso tenían ninguno de los dos equipos que se iba a ver las caras en lo que muchos consideraban una final anticipada: cinco jugadores de los Lakers jugaron 80 o más partidos ese año, siete más de 70 y 10, 64 o más encuentros, superando la cifra de los 60 que Kawhi Leonard, máximo precursor de esa nueva idea que tanta polémica ha generado, disputó con los Raptors en la 2018-19. Y más de lo mismo en los Kings, donde excepto Chris Webber (54), toda la rotación principal había superado los 70 partidos. El baloncesto en 2002 ya estaba en vías de evolución, con el ya mencionado Don Nelson haciendo de las suyas en unos Mavs que, con Nowitzki, consolidarían definitivamente la también nombrada figura del cuatro abierto y que con Nash tendrían al precursor del pick and roll, popularizado cuando el base puso rumbo a los Suns con Mike D’Antoni para dar por finalizada la era de los hombres altos clásicos, una especie que ha pasado de la disgregación a (casi) la extinción y que cuenta hoy con un perfil distinto al que representaba en esa serie O’Neal, una figura baloncestística que brilla por su ausencia en el presente.
El juego rápido, vistoso y ofensivo de los Kings, con los pívots como canalizadores, también era parte de la representación de esa evolución, y la habilidad que tenían los hombres interiores de Adelman para mover el balón fue el germen que luego tuvo a grandes centers pasadores, algunos ya en esa época como Kevin Garnett, y luego otros como Pau Gasol u hoy Nikola Jokic, un tipo de jugador distinto pero a la vez parecido. Esos Kings, que practicaban uno de los baloncestos más espectaculares del siglo XXI (o de siempre) estaban ante su gran oportunidad en un encuentro en el que ya no valían las medias tintas. Todo o nada. Win or go home. La temporada en su totalidad había conducido a ese partido, en el que uno de los dos equipos diría adiós al campeonato y el otro se proclamaría vencedor virtual de unas Finales en los que esperaban los Nets de Jason Kidd y Byron Scott, que habían ganado a los Celtics 4-2 tras ser víctimas en el tercer partido en el Garden de la mayor remontada de la historia de los playoffs. Nadie daba posibilidades a New Jersey, que representaba, en mayor medida incluso que los Sixers el año anterior, la inmensa brecha de la que ya hemos hablado, esa que había entre ambas Conferencias en ese momento, que se palió ligeramente de 2004 a 2012 (Pistons, Magic, Celtics, Heat, Cavs…) para luego volverse a hacer evidente.
A las cuatro y media de la tarde, el ruido era atronador en el Arco Arena. Las audiencias (otra vez las audiencias) que se habían provocado con la oposición de los Kings a los Lakers habían sido espectaculares en todo Estados Unidos y en Los Ángeles, donde la eliminatoria se vivió con una emoción alejada de la idiosincrasia del Staples, siempre tan pulcro y aseado pero poco dado a la falta de convencionalismos que demostraban los aficionados de Sacramento y sus cencerros. A todo esto, esos números televisivos tan brutales al otro lado del Atlántico contrastaban con el seguimiento en España, muy lejano todavía a lo que ha acabado siendo y cuya información monopolizaban por aquel entonces ese dúo de periodistas que se hizo viral en el tiempo, como una película con mala recepción que acaba siendo de culto. Fue Montes, ese ser imaginativo, pionero y precursor de una manera de narrar los encuentros que ha tornado en fracaso cada vez que ha intentado ser imitada, el que definió como nadie al equipo de Adelman justo antes de empezar el choque: “Los Kings, un equipo descarado, un equipo yeyé, el tocata de pilas, la tortilla de patata, el seiscientos, la vespa, el guateque, aquellos maravillosos años… eso es lo que nos inspiran los Kings”.
El rótulo que presentaba la televisión americana antes del salto inicial era esperanzador para los locales; hasta entonces, el equipo que había jugado en casa tenía un récord de 67-14 en séptimos partidos (un 82,7%), con un 23-5 cuando la situación se daba en finales de Conferencia (82,1%). “Las estadísticas dicen que están para eso…”, dejaba caer Montes antes de que Mike Bibby (cómo no) anotara una canasta imposible ante O’Neal que era jaleada por el público local, que no se sentaría en prácticamente todo el choque. Los Lakers, curtidos en mil batallas, habían dejado claro antes del partido que estaban encantados de tener que jugar el séptimo encuentro fuera de casa y la presión tendrían que manejarla de nuevo los locales, que estaban ante su gran oportunidad. Una que no sabían si iba a volver a repetirse en una NBA que, recordemos, no espera a nadie.
Del duelo poco se puede decir, más allá de que siguió con la tónica de igualdad total en la que se habían desarrollado los dos últimos. Todos los cuartos se decidieron por tres o menos puntos, ninguna ventaja superó la decena de diferencia y hubo 19 cambios de liderato en el marcador y 16 empates. Hubo tan solo dos momentos en el que los Kings amenazaron con romper el partido; el primero fue en el inicio, envalentonados los locales por su público y anotando mucho debajo de la canasta rival, bien resuelto por un temprano tiempo muerto de un Phil Jackson que se empleó al fondo en el duelo. De hecho, el técnico era siempre partidario de saltarse esa regla no escrita que muchos de sus colegas tenían en playoffs, cuando paraban el duelo tras dos canastas del rival. Jackson prefería que los jugadores encontraran las soluciones por sí mismos… pero en un séptimo partido, con un anillo en juego, no era momento de esperar a que sus hombres reaccionaran. La importancia del momento se demostró con el esfuerzo que puso el Maestro Zen durante todo el partido, ataviado con esos tapones que disminuían el ruido procedente de los cencerros, silbando sin parar con sus dos dedos meñiques en la boca, de pie más tiempo del habitual, protestando mucho e insistiendo, como siempre, en el uso de ese triángulo que representaba un plan que los jugadores, esta vez sí, siguieron sin dudar. No era hora de querer pilotar la nave cuando el esquema habitual funcionaba a la perfección. A Jackson, esa figura magnética, casi mística, había que seguirlo con una fe ciega en el momento de la verdad. La experiencia así lo exigía.
El otro momento importante fue a inicios de tercer cuarto, cuando los Kings consiguieron la máxima diferencia del partido, nueve puntos (63-54) que, unidos a los fallos del rival (0 de 7 en tiros de campo al inicio de la segunda parte) invitaban a pensar que los Kings se podían escapar. Otro tiempo muerto de Jackson y una buena racha de Bryant, que lideró con 6 puntos y 1 asistencia un parcial de 10-2 para los Lakers, volvieron a establecer una igualdad que ya no desapareció del partido. Uno resuelto al final del todo, en una prórroga que alargaba la eliminatoria cinco minutos más y que fue el broche de oro a una de las series más impresionantes de la historia, como una justicia divina que el baloncesto regalaba al aficionado, afortunado por ser testigo de semejante cantidad de magia. Una prórroga que ganaron los Lakers o, que más bien, perdieron los Kings. Que siempre, siempre, siempre estuvieron en la eliminatoria, pero que fallaron en el momento de la verdad, una conclusión injusta si tenemos en cuenta la cantidad de instantes clave que hubo en las finales del Oeste (siempre con Sacramento a la altura), pero que es adecuado para ese séptimo partido, analizado de manera ventajista y a posteriori… pero en la que fallaron, al fin y al cabo.
Y a los Kings les tembló el pulso
La representación máxima de la derrota tuvo lugar en los últimos minutos del tiempo reglamentario, cuando Pedja Stojakovic, que había retornado en el quinto partido de la serie, recibió el pase de Turkoglu y se dispuso a lanzar totalmente solo desde la esquina. Se plantó, arqueó perfectamente los brazos, hizo el movimiento al milímetro, como siempre hacía un tirador de su categoría, antes de lanzar para poner a los Kings por delante… pero hizo airball. Si bien Bibby (siempre Bibby) forzaría la prórroga luego desde la personal, una revisión no demasiado exhaustiva nos muestra que Sacramento lanzó con un 45% en tiros de campo, mejor que los Lakers (41%), pero permitió numerosos puntos de segundas oportunidades y un dominio angelino en el rebotes que, si bien no fue numérico (52 a 51) se notó en cuanto a la rentabilidad, con hasta cuatro jugadores visitantes con 10 o más rechaces.
Además, los Kings fueron un desastre desde el triple, anotando solo 2 de 20 intentos y permitiendo muchos tiros abiertos de sus rivales (7 de 17) motivados por las continuas ayudas a O’Neal. Doug Christie estuvo desaparecido (2 de 11), Divac fue eliminado, esta vez de manera justa, por faltas, y Sacramento tuvo otro error que no se nota tanto cuando estás viendo el duelo pero que es escalofriante al final: 16 de 30 en tiros libres, 14 fallos que permitieron a los Lakers estar siempre al acecho (o por delante) y que acabaron condenado a los de Adelman, que se quedaron sin anotar en los últimos 2 minutos y 15 segundos, con seis ataques consecutivos sin ver aro que incluyeron un 0 de 4 en tiros y 2 pérdidas, con un bochornoso intento de triple de Christie que fue una piedra de la misma magnitud que la que cayó sobre los ánimos de los seguidores de los Kings, silenciados en esos últimos segundos en los que se certificaba la derrota de los suyos y sin dar crédito a lo que veían, como viviendo una pesadilla de la que no despertaban, ni de la que despertarían.
Hubo una tónica general en la que se coincidió casi por unanimidad: los Kings fueron mejores. De hecho, Jackson reveló una conversación con Bryant durante el partido en la que el escolta reconocía la superioridad del rival. “Kobe me dijo que le pareció que los Kings jugaban mejor, pero que nosotros tuvimos más perseverancia”. Desde luego, los Lakers insistieron en el triángulo, buscando siempre el poste, sin variar un ápice el plan que les había llevado a los dos últimos títulos, con más oficio que talento, siendo predecibles, pero sin decaer en ningún momento. Y con Kobe y Shaq de nuevo en su máximo apogeo: 65 puntos, 23 rebotes, 9 asistencias, 2 robos y 4 tapones de forma combinada. 35+13 de Shaq por los 30+10+7 de Kobe, que no anotó ni un solo tiro de campo entre el último cuarto y la prórroga (6 tiros libres), otra variable que no supieron aprovechar los Kings. Además, 13+14+7 de Fox, y 13 puntos de Fisher, apareciendo la intendencia, inexistente durante casi el resto de la serie, en el momento oportuno. Y 16+12+5 de Horry, que estuvo apunto de ser el héroe absoluto si un palmeo suyo hubiera entrado antes de que sonara la bocina que indicaba el final del último periodo, dando paso a la prórroga. En esa última jugada, los Kings no dejaron recibir a Kobe, y Shaq intentó un tiro desde 5 metros aue fue palmeado primero por Bryant y luego por el propio Horry, que como dijo Daimiel, siempre estaba donde había que estar.
Tampoco fueron malos los números de Sacramento, más allá de la pésima actuación de Christie en el tiro: 20+8, con 11 asistencias (sí, han leído bien) de un Webber con una calidad inversamente proporcional a su número de anillos. 29 puntos de Bibby, el único que mantuvo la calma en los momentos calientes. 10 para Turkoglu, buen partido de Divac (15+10) y 8+8 para un Stojakovic que llegó verde por la lesión en semifinales ante los Mavericks. Otro condicionante que se puede analizar, pero que no deja de ser eso, un condicionante. Sin embargo y por mucho análisis que hagamos, ese séptimo partido fue la evidencia de que a los Kings les faltaba un poco (muy poco) de fritura para dar el paso definitivo hacia el anillo. Los fallos en casi la mitad de los tiros libres o el ignominioso 10% en triples dan buena muestra de ello, de un pulso que tembló en el momento clave y cuya pájara, mínima si se repasa el general de la serie pero clave si se analiza en profundidad, estuvo tan bien representada en ese triple de un sensacional tirador europeo, que ni vio el aro cuando más necesitaba hacerlo. Jamás los Kings, en su etapa más gloriosa, pudieron ganar el anillo, el único pecado de un equipo excepcional, que devolvió a la NBA el honor de presumir del juego más cautivador del planeta, a años luz del resto.
El culo de Shaq
Como suele ser habitual, no hay metáfora más acertada que la hecha por ese hombre tan soez que, dentro de su irreverencia y ante todo pronóstico, posee una inteligencia fuera de lo común. Lo cierto es que cuando los Lakers llegaron al Arco Arena para disputar el último encuentro de la serie, los aficionados de Sacramento mostraron una vez más su menosprecio a la franquicia de púrpura y oro, y se bajaron los pantalones, mostrando el culo al autobús del equipo. “Nos reímos. Aunque solo fuera por eso, esa gamberrada contribuyó a quitar hierro a lo que podría haber sido el partido más complicado al que se enfrentaron nuestros jugadores”, dijo Phil Jackson años después, reconociendo que jugar un séptimo partido fuera de casa era “la prueba más letal y desafiante que existe”. Bien lo sabe el técnico, que nunca con los Bulls tuvo que enfrentarse a algo así más allá del séptimo ante los Knicks de 1994, con derrota de Chicago en otra serie para la historia, sin Jordan y con una polémica impresionante. Antes, como jugador, el tío Phil había disputado con los Knicks unas espectaculares finales del Este en 1973, en la que los neoyorquinos ganaron el séptimo partido fuera de casa para pasar a las Finales, en las que vencieron a unos Lakers, los de West y Chamberlain, que habían ganado (por fin) el anillo un año antes.
Esas fueron las dos experiencias del Maestro Zen en un séptimo fuera de casa, aleccionadoras para los equipos visitantes y que hemos visto en encuentros magníficos en el último lustro, con los Warriors ganando a los Rockets en 2018 y, sobre todo, los Cavs a Golden State en las Finales de 2016. Más allá de todo eso, los Lakers superaron el examen con creces y se vengaron de todos los insultos, cencerros y acusaciones de amaño. Eso sí, no se sorprendieron con el resultado, mostrando una inusitada calma antes, durante y después del partido: “Hace cinco años que jugamos juntos. Si a estas alturas no sabemos lo que hay que hacer, algo falla”, dijo Horry. Shaq, que permaneció 51 agotadores minutos en pista, promedió 30,3 puntos y 13,6 rebotes en la eliminatoria, y decidió despedirse a su manera de un grupo de aficionados de Sacramento que increpaban al autobús del equipo en su salida del Arco Arena. El pívot se desprendió de la ropa que ocupaba el tren inferior de su cuerpo y estampó su trasero en el cristal, una imagen poco agradable a la imaginación pero que da buena muestra del carácter del jugador angelino. “Ahora si eso volvéis”, parecía decir con el gesto, al que sus compañeros bautizaron como “la salida de la luna llena”.
Como no podía ser de otra manera, los Lakers volaron hasta su tercer anillo consecutivo. Fue el tercer triplete desde 1991, dos de los Bulls y uno de los de púrpura y oro, lo que permitió que Pat Riley, creador de una expresión (la del three peat) que patentó y popularizó en los 80, se llevara su parte del botín. Desde 1966, con el octavo campeonato consecutivo de los Celtics de Russell, nunca hubo equipos que lograran el triplete, algo que no ha vuelto a pasar desde Shaq y Kobe, ni siquiera con los Warriors y su particular dinastía. Los Nets tenían un buen equipo, con Jason Kidd, Kerry Kittles, Kenyon Martin o Keith Van Horn, pero nada que proponer ante Shaq, que se fue a 36,3 puntos y 12,3 rebotes en las Finales, con apenas resistencia de Todd MacCulloch o un joven Jason Collins. Kobe, que solo descansó 27 segundos en el séptimo (y fue para cambiarse el pantalón), se movió por el mismo camino y produjo menos que su compañero, algo común por aquel entonces pero que no le impidió irse a los 27,1 puntos, 6,3 rebotes y 4 asistencias contra los Kings, con un final de eliminatoria excelso y unos promedios de 30,3+8,7+5, con un 40% en triples en los tres últimos duelos. Ante los Nets, 26,8+5,8+5,3, con un 51,4% en tiros de campo y un 54,5% (¡¡!!) en triples. Una cosa está clara, no ha habido segunda espada como la Mamba Negra, una que haya sido tan buena ni que haya estado tan cerca de la primera, incluso sobrepasándola en determinados momentos de la dinastía. Por mucho que en presencia de problemas, la mejor solución fuera buscar el poste, el vértice interior de ese famoso triángulo.
Fue el último anillo que produjo la alianza entre Shaquille O’Neal, Kobe Bryant y Phil Jackson. Hasta ahí llegó la relación entre ambas estrellas, siempre complicada, con luces y sombras, muchas peleas y una reconciliación eternamente postergada, ya con ambos en diferentes equipos y confirmada del todo con la desgraciada muerte de Kobe, el pasado 26 de enero. La 2002-03 certificó que el escolta iba para arriba y el pívot era una estrella que empezaba a perder luz. Bryant firmó las mejores estadísticas de su carrera, con 30 puntos, 7 rebotes, 6 asistencias, y más de 2 robos, con unos playoffs espectaculares en los que promedió más de 32 puntos por partido y en los que Shaq se fue, después de algunos problemas físicos en la regular season, a 27+14,8. La derrota en semifinales ante los Spurs, con un triple de Horry que, irónicamente, se salió de dentro (de manera literal) en el quinto partido, certificó el fin de la dinastía de los Lakers y la primera derrota de Phil Jackson en playoffs desde 1995. El técnico había igualado a Red Auerbach en 2002 logrando su noveno título, algo que no gustó al mítico entrenador de los Celtics, que siempre mantuvo con el Maestro Zen una rivalidad poco correspondida y absolutamente unidireccional. La alianza se rompió en la 2003-04, con el equipo de Play Station que formaron con Karl Malone y Gary Payton y que cayó en las Finales ante la última versión competitiva de los Pistons. Ya saben, la campaña de la denuncia por violación de Kobe, las exigencias de un contrato de Shaq de dos años y 60 millones, los problemas irresolubles entre un matrimonio irreconciliable, un Jackson que siempre tiró más hacia el pívot y la disolución definitiva del proyecto, con O’Neal poniendo rumbo a Miami y el entrenador a la clandestinidad. El resto es de sobra conocido, con el retorno al banquillo del tío Phil, los anillos con Pau, la reconciliación con un Shaq que conquistó su cuarto y último anillo en 2006 con los Heat... Una historia cada vez más reciente que ha acabado con el recuerdo de una dinastía añorada, querida y legendaria.
¿Y los Kings? Desde luego, se llevaron la peor parte. “Creo que nuestro momento llegará pronto”, diría Adelman en la rueda de prensa posterior a la eliminación. Ni que decir tiene que no fue así; la lesión de Webber en el segundo partido de las semifinales de 2003 sentenció a los Kings, que aguantaron hasta el séptimo partido ante los Mavericks antes de ser eliminados, curiosamente, en la misma ronda que los Lakers y en un año que se quedó sin otras finales del Oeste entre ambos equipos. Al año siguiente, Sacramento juntó su último gran equipo competitivo, con Brad Miller a nivel All Star (14+11) y un Bibby, ya se sabe, impresionante. Se vengaron de Dallas en primera ronda, pero cayeron en el séptimo partido ante los Timberwolves de Kevin Garnett con un triple de Webber que se salió para forzar la prórroga del séptimo partido. Con Adelman en el banquillo, Sacramento jugó el partido definitivo ante los Lakers en el 2000 (primera ronda), y en 2002 (finales del Oeste). También en semifinales ante Mavs y Wolves, en 2003 y 2004 respectivamente. Y cayeron en todos y cada uno de esos encuentros. El más doloroso, cómo no, ese séptimo ante los Lakers.
Como no podía ser de otra manera, los Kings se acabaron disolviendo. Webber dijo adiós tras la eliminación a mitad de la 2004-05 rumbo a los Sixers de Allen Iverson, con el que coincidiría una temporada y media antes de que éste se fuera a los Nuggets. Nunca volvió a estar tan cerca del anillo y se convirtió en un jugador venido a menos que acabó su carrera en los Warriors post We Believe de la 2007-08, disputando nueve solitarios partidos. Una pena para alguien que, potencialmente (en su pico más alto y teniendo en cuenta su talento), era comparable a estrellas como Dirk Nowitzki pero que tiene una carrera infinitamente peor. Divac regresó a los Lakers en la 2004-05, aunque apenas participó en la rotación de Rudy Tomjanovich o Frank Hamblen antes de decir adiós al baloncesto en la ciudad de la que nunca se quiso ir, siendo hoy General Manager de los Kings en una gestión que dista muy lejos de ser buena. Pollard nunca desarrolló su carrera como parecía en un inicio, como tampoco lo hizo Bobby Jackson. Adelman aguantó hasta el final de la 2005-06, dejando un legado que nadie ha estado ni cerca de igualar y un techo inalcanzable, el de los playoffs, que los Kings no alcanzan desde aquel entones con una crisis pantagruélica, la mayor de la NBA entre los equipos en activo. Tukoglu pasó luego por los Magic de Stan Van Gundy y Dwight Howard, esos que jugaron las Finales en 2009, mientras que Stojakovic, como ya hemos dicho y con permiso de Pollard, fue el único que se retiró con anillo en 2011. En esos playoffs, en semifinales, vivió su redención particular endosando un triple clave a los Lakers en los últimos minutos del tercer partido y cuajando un espectacular 6 de 6 en el cuarto. Nueve años después, no le tembló el pulso
Bibby fue el último en salir de ese proyecto fallido que ha jugado uno de los mejores baloncestos de la historia y cuyo legado se quedó incompleto ante la falta de anillos. Los Suns del Seven Seconds or Less, los Magic de Howard en las finales del Este de 2009, los Lakers 2008-10, los Spurs del anillo del 2014 o los Warriors, claro. Son algunos de los pocos (poquísimos) equipos que han jugado tan bien como lo hacían esos Kings, una maravilla deportiva que sobrepasó los límites y deleitó a los aficionados con una de las mejores series de playoffs de todos los tiempos. Solo el triple de Horry y el culo de Shaq (y todo lo derivado de un gesto convertido en metáfora) acabaron con ese equipo, uno único e irrepetible al que le tembló el pulso solo un instante, suficiente para que Kobe Bryant, Shaquille O’Neal y Phil Jackson lo aprovecharan magníficamente. Tres figuras adimensionales que tuvieron que emplearse al máximo para acabar con una revolución incompleta, pero también irrepetible. Y solo eso, ya es un halago del que muy pocos pueden presumir. Ya saben, un equipo descarado, un equipo yeyé, el tocata de pilas, la tortilla de patata, el seiscientos, la vespa, el guateque, aquellos maravillosos años… Los Kings maniataron a uno de los mejores dúos de siempre. Los Kings fueron la referencia baloncestística de la NBA. Los Kings practicaron uno de los estilos más impresionantes del siglo XXI. Los Kings fueron mejores. Pero los Kings perdieron.
En tiempos del baloncesto moderno, es algo frecuente recordar tiempos que muchos (algunos) consideran mejores. Y sea cierto o no, no hay nada mejor que hablar de esa generación extraordinaria que sirvió de puente entre el juego de los 80 y 90, y la era del pick and roll, sentando las bases de la que luego sería la de los triples, una historia ligeramente distinta y que tendrá que ser contada en otra ocasión. Pocas veces una eliminatoria ha mezclado tantas dosis de talento, polémica, declaraciones cruzadas, tiros ganadores y estilos contrapuestos pero atractivos, cada uno a su manera. Kobe, Bibby, Webber, Shaq, Horry, Jackson, Divac, Adelman, Fisher, Lakers, Kings…. Al final, todo lo extraordinario que tenían los dos equipos y 22 jugadores que participaron en esa serie, se juntó y dio como resultado algo absolutamente increíble. Ya saben, algún tipo de magia...