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Cuando el otro día le compartí mi preocupación ante el partido en el Metropolitano a un amigo no madridista, este repuso: “Qué más da, chico. Habéis ganado 15 Copas de Europa. Déjalo estar”. Sin duda la culpa fue mía por abrirme ante semejante incapacitado emocional, pero supongo que vivimos en una sociedad y uno ha de mantener conversaciones. Su comentario, no obstante, me dejó pensativo.

No tendría que disfrutar como aficionado de lo ganado en lugar de vivir con esta angustia en el pecho por el medio del campo que sacará Ancelotti? Afortunadamente pronto se me pasaron estas veleidades y volví enseguida al estado natural de tortura existencial que exige un derbi europeo. Porque el Madrid es eso: la propensión al tremendismo. Que te pique el niki, que diría Van Palomaain. Ese inconformismo salvaje y sentimental del que hablaba Javier Marías. Solo así se pueden explicar estas cosas locas de despedir a un entrenador yendo líder (véase: Antic 1991-92) o echar a otro tras ganar una Liga (véase: Capello 2006-07). Y, desde luego, solo en un club como el Madrid sería posible cambiar de presidente en el mismo verano en el que se viene de ganar una Copa de Europa (véase: Florentino 2000-01). No sé qué quiere decir todo esto, ni siquiera si es bueno o malo, pero es así esta exigencia permanente, esta voracidad desesperada que no se puede apagar como un fuego ancestral. Al menos sí conlleva una virtud nada desdeñable: el Madrid no se duerme en los laureles. Porque solo es capaz de conciliar el sueño con la casa en llamas.

En las divertidas memorias de Martin Amis, Desde dentro, hay un pasaje en el que cuenta un encuentro con Saul Bellow, poco después de que a este le hubieran concedido el Premio Nobel de Literatura. El joven Amis, fascinado ante el todavía espíritu competitivo de un setentón Bellow, le preguntó a su mentor: “¿Es que la susceptibilidad del escritor al halago y la crítica no acaba nunca? ¿Uno no se cansa de todo esto?”. A lo que Saul Bellow, mirando el Támesis desde un balcón, le respondió: “Es un vicio profesional. Luchas contra él y no quieres admitirlo, pero nunca te libras de él. Había una chica en un pueblo que era muy buena en todo y había ganado todas las medallas, e iba cubierta de ellas de pies a cabeza. Un día vino un lobo al pueblo y los niños, trémulos, corrieron a esconderse y se quedaron tan quietos como pudieron. Pero el lobo encontró a la chica de las medallas y se la comió. Porque pudo oírla. Oyó cómo se agitaban sus medallas”.

Es lo que sucede cuando lo has ganado todo y te crees a salvo al fin. Cuando en realidad eres más vulnerable que nunca. Todos pueden oír cómo se agitan tus medallas. No importa el tintineo de los trofeos. Sólo el aullido del lobo.

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