Desde Rusia sin amor
Ya está. Otra vez. De nuevo la guerra abierta en Europa. Muchas veces, no apreciamos del todo el bienestar de la paz y lo que supone vivir en un país con garantías jurídicas. Y no siempre valoramos cosas que realmente son extraordinarias como, por ejemplo, tener agua potable en casa. Ucrania, que coorganizó con mucho éxito una gran Eurocopa en el 2012, es llevada a la destrucción.
Pienso en los jugadores ucranianos como Kravets del Sporting, que ayer jugó un buen partido y seguramente tendría la cabeza en su familia, en Lunin del Real Madrid, que hizo una lista de necesidades básicas o en las lágrimas de Zinchenko del Manchester City. También se agradece el gesto del tenista ruso, Andréi Rublev, que ha pedido la paz y que a las autoridades de su país, no les habrá gustado. Y se la juega. También está la figura de un gran ex deportista, Vitali Kitschko, ex campeón de los pesos pesados y alcalde de Kiev, que ha insistido hasta la invasión en la opción de la paz.
Gran parte de nuestra civilización se sustenta sobre la lucha simbólica del deporte y somos hijos de los JJOO de la Antigua Grecia. Esos juegos se celebraron durante doce siglos de forma ininterrumpida; desde el 776 a.C hasta la prohibición de Teodosio 393 d.C. Sin embargo, los Juegos Olímpicos modernos, en menos de un siglo, ya se han detenido en dos ocasiones.
Cada institución tendrá que analizar y ver de qué manera ayudaron a afilar las garras del león que ahora nos muerde. No fue nada positivo que la FIFA concediera a Rusia un Mundial hace tan sólo cinco -¡cinco!- años, y que el COI le diera a China unos JJOO de verano y de invierno. Algunos responsables de nuestro deporte también dan alas y regalan prestigio a países que no garantizan ni los más mínimos derechos humanos. De esta forma bastardean la función civilizadora del deporte. Que sirva como aviso a navegantes: quien da de comer a perro ajeno, pierde el pan y pierde el perro. Quien da competición a país no democrático, pierde la paz y pierde la guerra.