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La leyenda del estadio sin nombre

Mis quejas de solitario viejo errante contra la modernidad en el fútbol suenan ya tan monótonas como la voz de Lee Marvin en La leyenda de la ciudad sin nombre. Mis ideas también parecen "lluvia gorgoteando por una tubería oxidada", como decía, asustada por aquella gárgara, la angelical Jean Seberg en la película de Joshua Logan. Pero, como también acaba sucediendo con Wandering Star, maravillosa tonada del barbudo buscador de oro, me acaban gustando estos gruñidos, mis propias quejas, mis íntimos efluvios de señor mayor.

El parlamento italiano acaba de aprobar una moción del partido de Berlusconi, Forza Italia (están éstos para ponerle nombres a nada), que otorga el nombre de Paolo Rossi al Estadio Olímpico de Roma, sede compartida de los dos equipos de la capital, Lazio y Roma. Rossi (1956-2020), héroe del fútbol italiano, pichichi del Mundial de España 82, un tipo noble y simpático que puso cara de niño al gol azzurro, nació sin embargo en la Toscana y no jugó jamás en ningún equipo de la capital.

La fachada del Wanda Metropolitano.
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La fachada del Wanda Metropolitano.

La polémica, estéril porque, le llamen como le llamen los decretos, para laziales y romanistas será siempre "L'Olímpico", es universal, y la hemos vivido por motivos partidistas con el estadio del Cádiz o, por cariño institucional al ídolo, en Gijón con El Molinón-Enrique Castro Quini, en un tiempo en que la publicidad sigue bautizando estadios impunemente por doquier.

Saben las marcas que, cuando llegan con sus zarpas al estadio recién construido, acaban triunfando, mientras dure el patrocinio, como en el Wanda (Metropolitano), pero lo tienen más complicado para dejar huella con los templos de solera: ¿Recuerdan el Reyno de Navarra de El Sadar? Lo que choca es que en estos tiempos en los que cada uno es libre para cambiar de nombre, mutar de identidad o de género, los políticos vengan a meter sus manazas en los campos de fútbol, uno de los pocos ámbitos en los que el hincha sigue siendo soberano de su propia voz. Me empeño en soñar que el fútbol es un western crepuscular donde triunfa la amistad por el balón, pero la realidad se parece mucho más a una distopía de ciencia-ficción donde todo se paga en parné o en votos.