Habrá que intentar emocionarse

Los últimos Juegos Olímpicos, los de Río, los vivimos bajo la amenaza del virus de Zika, una alarma que dejó un total de cero casos confirmados al terminar las pruebas. Estábamos en preescolar de virus y no lo sabíamos. Ahora tenemos la mosca cojonera del COVID encima, con tantos casos que hasta los parámetros para medir la incidencia se están reformulando. Así que en medio de esta situación generalizada de hartazgo, con una explosión latente de miedo y odio, un espectáculo de países que compiten pacíficamente parece más que bienvenido. Pero no por ello dejamos de hacernos la pregunta de si las olimpiadas de este año, un teatrillo bidimensional sin público, con distancia e innumerables restricciones, merecen ahora mismo la pena.

Lo que pasa con los Juegos Olímpicos es que nos ponemos delante del televisor para ver deportes inconcebibles y se nos olvida todo lo que hay detrás. Y los de Tokio, pese al agujero económico y reputacional, se van a disputar rascando en la misma dimensión poderosísima que sus antecesores: la emoción. Ya está. No se puede pedir mucho más a estas alturas. Simplemente disfrutemos de un jamaicano bajando de diez segundos en 100 metros, de Simone Biles burlándose de la lógica, de García Bragado en marcha con 51 años; saboreemos los días en los que un salto mortal desde un trampolín adquiere mayor dimensión que un gol; abracemos la pompa de la meritocracia, rindámonos a la sensiblería con un saltador de pértiga que aprendió a brincar en la ciénaga del patio de un reformatorio, o por el enésimo deportista al que sus padres apuntaron a clases extraescolares y que ahora supera los límites de la física. Salgamos después a hacer deporte pasados de motivación y comprobemos que carecemos de las condiciones atléticas y genéticas adecuadas. Y cuando terminen los Juegos, con ese eco morriñento que dejan siempre tras de sí, lamentemos que en los siguientes ya tendremos tres años más en el dni y que allá se queda otra villa olímpica cogiendo polvo y deudas para siempre.