La vacuna contra el vértigo

Las últimas jornadas no se juegan igual que las demás. Aparece el vértigo, el miedo al peso de la historia, la sofocante inmensidad de la trascendencia. En los análisis y en las previsiones se suele señalar al que más experiencia tiene en escenarios de máxima tensión como el más preparado para superarlo. Por esta razón, y también por su tendencia durante toda la segunda vuelta, el periodismo y la opinión general vienen sospechando que el Atlético de Madrid va a caer atenazado por esa presión, víctima de una pugna en la que su perseguidor inmediato es bastante más experto.

Sin embargo, lo acontecido el pasado domingo en el Metropolitano puede haber ejercido de vacuna contra ese salto al vacío: el Atlético ya se vio y se sintió perdiendo la Liga ante Osasuna. Revivió cuando la inercia lo enterraba, y al igual que les pasa a muchos hombres que han esquivado a una muerte segura, la vida extra que se le presenta se interpreta como un regalo y se disfruta con una nueva serenidad. No salvó sólo tres puntos el equipo de Simeone frente a los navarros: miró a la cara al más allá y le dijo que aún no tocaba. Pocas experiencias entregan tanta energía.

No fue el vértigo lo que condenó al descenso al Eibar, sino una especie de lógica deportiva contra la que la entidad armera venía rebelándose de forma admirable durante muchas más temporadas que las que estaban previstas en el guion. Fue la historia más bonita de nuestro fútbol en mucho tiempo, aún más embellecida por el carácter y la personalidad de un entrenador natural del pueblo de al lado. Los descensos, por norma general, manchan currículums, pero en este caso concreto la fatalidad aún refuerza más el carisma de Mendilibar, que afrontó con tremenda entereza la inevitable contrariedad que le tenía reservada el destino. El club guipuzcoano entendió siempre que este momento llegaría tarde o temprano y se esforzó en construir una estructura y en remodelar las instalaciones para que el legado perdurara más allá de su aventura en Primera.