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El primer partido de la Selección en el Mundial me quitó el miedo a que el VAR pudiese acabar con las polémicas futbolísticas y los partidarios. Cristiano entró en el área, Nacho fue en su busca y el árbitro pitó penalti después de haber analizado las imágenes. Los amigos establecimos la inmediata discusión, en la que no sólo entraban los hechos de la jugada, sino otros detalles inseparables de la objetividad: se trataba de dos jugadores del Real Madrid. Yo vi que Cristiano forzaba las cosas para dejarse caer, y lo vi repetido muchas veces. Nacho, después, en algunas declaraciones le dio la razón al árbitro y en otras afirmó que él no hubiera pitado penalti. La jugada fue muy rápida, el contacto fue pequeño. Se adelantó Portugal. Eso es el fútbol, una rapidez en la que se mezclan pequeñas y grandes cosas.

Pocos minutos después España empató. Diego Costa marcó un golazo. Pero yo vi que en el origen de la jugada Costa se había llevado el balón en falta, soltando más de lo conveniente el brazo sobre el rostro de Pepe. Nueva discusión, diferencia de opiniones, con el aliño de que Costa es jugador del Atleti y Pepe pertenece a la memoria del Madrid. Era el minuto 24, el árbitro, un atareado Gianluca Rocchi, se había visto ya en dos encrucijadas, y cada cual alimentaba su relato. Eso es el fútbol, un relato sucesivo y atareado, en el que se mezclan las cosas que se ven y las que se recuerdan.

Este deporte es tan fuerte que parece capaz de superarlo todo precisamente por sus incertidumbres. Cuando las grandes ciudades de la sociedad industrial del siglo XIX impusieron la deshumanización y el anonimato como formas de vida de la multitud, el siglo XX tuvo que buscar nuevas identidades para cultivar el sentido de pertenencia. En la literatura española, la nueva épica quedó fundada con un poema de Rafael Alberti, “Oda a Platko”, en el que el joven de la generación del 27 cantó las hazañas del portero húngaro, protagonista rubio de la victoria del Barcelona en la Copa del Rey de 1928. Poco tardó Gabriel Celaya, seguidor de la Real Sociedad, en contestar con otro poema para denunciar el robo sufrido por su equipo. En el palco del Sardinero, estaba Carlos Gardel. Si la poesía es el verbo hecho tango, el fútbol es un tango que se baila con los ojos y que sostiene en la memoria un sentido infantil de pertenencia.

El duelo entre los sentimientos y la tecnología inventó el fútbol como fenómeno social. Por mucho que las imágenes del VAR repitan las jugadas, nuestros ojos responderán a ese duelo y nos salvarán del frío gracias a la polémica. El VAR se integrará bien en el espectáculo televisivo que ahora es el fútbol, pero el latido de este deporte será capaz de digerirlo y devorarlo con sus incertidumbres y su necesidad de reinventar el mundo para hacerlo compatible con nuestros sueños.

Por lo demás, las cosas cambiarán poco. En la final del Mundial, el VAR sirvió para pitar un penalti justo a favor de Francia. Pero el mejor equipo hubiera ganado sin ayuda del VAR, porque ni siquiera la grandeza casi tecnológica de Modric estaba en condiciones de detener a los galos. La calidad en el juego y la estrategia seguirá mandando en el fútbol y en sus resultados. Siempre que no venga un directivo soberbio a dejarnos sin entrenador un día antes de que empiecen a rodar las ilusiones.