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El rugby se ahoga en su propia trampa

Durante el último Mundial de rugby en 2015, José Antonio Vera escribió un reportaje con datos demoledores: 19 de las 20 selecciones participantes tenían algún jugador nacionalizado: 13 en Samoa, 12 en Gales y Tonga, 11 en Escocia y Japón, 10 en Francia… Todos los países menos Argentina habían pescado fuera. La presencia de foráneos en los equipos nacionales está generalizada, gracias a un reglamento más flexible que en otros deportes. Pero el uso provoca muchas veces el abuso. Y en cuanto se ha movido un poco el árbol, ha caído fruta madura. Por desgracia, España estaba subida a ese árbol con más frutos que otros, demasiados frutos, y han caído dos de sus numerosos franceses: Fuster y Belie. Eso nos deja fuera del próximo Mundial de Japón, igual que a Rumanía y a Bélgica.

Si se analiza la sentencia, todo apunta a que España no tuvo mala fe en la elección de estos jugadores. Francia admite cierta dejadez que ha perjudicado a su vecina. Pero ni así se ha podido evitar la sanción. Todo el lío comenzó con aquel arbitraje parcial en el Bélgica-España de un rumano, designado por un dirigente rumano, que clasificaba a Rumanía. Luego vinieron los desaires de varios jugadores al colegiado. Y en pleno incendio: las denuncias cruzadas por alineaciones indebidas que han dejado a tres equipos descalificados. Este deporte, tan elevado siempre en sus valores, no ha estado esta vez a la altura de ellos. Más allá de ejemplarizar con países que no son potencias, bien haría World Rugby en revisar su política: arbitrajes, nacionalizados… La mancha se extendió dentro. Y el rugby se ahoga en su propia trampa.