Cuando la ayuda no llega del cielo
Entre Navidad y Año Nuevo se ha vivido una tragedia en una remota montaña andina, a caballo entre Chile y Argentina, en la que falleció el montañero español Fernando Ossa, víctima de un edema pulmonar cuando intentaba la ascensión junto a dos compañeros. El nevado Ojos del Salado, con sus 6.891 m, es el volcán más alto del mundo y la segunda cima de América, que se levanta sobre el inclemente desierto de Atacama. La severidad de ese entorno y su altitud, más que la complejidad técnica, es lo que convierte el Ojos del Salado en un reto serio. Las condiciones climatológicas pueden ser extremas, en especial el frío y el viento, como bien pudimos comprobar durante una expedición de Al filo de lo Imposible, que nos obligó a desistir de despegar con un parapente desde su cima.
Ese mismo viento, al parecer, impidió a los helicópteros de rescate llegar hasta los aproximadamente 6.400 metros donde se encontraba Fernando con evidentes síntomas de sufrir lo que en aquella zona llaman “apunamiento”, y nosotros conocemos como mal agudo de montaña. Por simplificar decimos que lo produce la falta de oxígeno, aunque en realidad es la menor presión atmosférica la que provoca que el organismo no consiga captar todo el oxígeno que necesita para funcionar con normalidad. La hipoxia conlleva un deterioro físico que, llevado al extremo, puede desembocar en embolias y edemas, cerebral y pulmonar, si no se pierde altitud con rapidez. De ahí que sea imprescindible ir muy pendiente de estos síntomas, en uno mismo y en el de los compañeros, cuando se acometen montañas que sobrepasan los cinco mil metros de altitud, aunque en realidad los primeros síntomas del mal de montaña pueden percibirse por encima de los 2.500 m.
Quedarse quieto a esperar un rescate por encima de los seis mil metros siempre es la peor de las decisiones, porque lo que se está librando es una batalla contra el reloj. Mientras se pueda caminar, aunque sea con las últimas fuerzas o apoyándose en los compañeros, hay que descender, por más que la idea de ser rescatados cómodamente por un helicóptero sea engañosamente muy atractiva. Estamos acostumbrados a rescates rápidos y muy eficientes en nuestro país, donde disponemos de cuerpos tan eficientes como los Greim de la Guardia Civil, y montañas no muy altas donde los helicópteros se desenvuelven bien, pero en lugares como los Andes o el Himalaya, hay que contar con que la ayuda no llegue del cielo. El mejor de los rescates es el que hacemos nosotros mismos. Y darse la vuelta, ante el menor síntoma, la mejor de las decisiones. Las montañas siempre estarán ahí, esperando nuestra vuelta.