Llevarlo en la sangre
Esta expresión a menudo se convierte en el último intento de explicación para comportamientos que se alejan de lo considerado normal, en especial si conllevan afrontar peligros serios. Y puede que la sabiduría popular no ande tan desencaminada a juzgar por ciertos estudios de científicos dedicados a la antropología, la genética o la neuropsicología, empeñados en responder a una interrogante tan antigua como nuestra propia especie: ¿por qué somos tan proclives a explorar, a aventurarnos en lo desconocido? Sin duda, somos el mamífero más inquieto, como lo demuestra el hecho de que en apenas unas decenas de miles de años, un suspiro en la historia de nuestro planeta, hemos llegado hasta sus últimos rincones y más allá, pisando su satélite, y ahora soñando tenazmente con llevar pronto a un congénere hasta Marte.
Y lo hemos hecho no por pura necesidad (aun teniendo recursos en el propio territorio nuestros antepasados no dejaron de lanzarse a buscar otros nuevos, del mismo modo que alpinistas, buceadores, aeronautas o espeleólogos siguen asumiendo nuevos retos), sino por puro amor a lo desconocido, al descubrimiento. Sobre la mesa de debate se ha puesto la evidencia de la existencia de una variante del gen DRD4, que interviene en el control de la dopamina, un mensajero químico relacionado con el aprendizaje y los mecanismos de recompensa. Esta variante, denominada DRD4-7R, ha sido asociada por muchos científicos con la curiosidad y la inquietud, haciendo a quien la posee (según los estudios, un 20% de los humanos) más proclive a asumir riesgos y a atreverse con nuevos retos; a ser un aventurero, en definitiva.
Sin embargo, otros estudiosos prefieren no ser tan “deterministas” genéticamente hablando. Sin desdeñar la importancia de esa propensión genética, se inclinan por considerar más elementos a la hora de explicar algo tan complejo como la voluntad de exploración humana. Factores como la cultura en su más amplio sentido de la palabra, es decir, no sólo importa las ganas de explorar, sino contar con los instrumentos para hacerlo. Medios como unas piernas y caderas que nos permiten caminar largas distancias o un cerebro imaginativo que se alía con unas manos increíblemente diestras para crear continuamente herramientas cada vez más útiles que además amplían los conocimientos que serán transmitidos a las generaciones futuras para que continúen derribando fronteras.
José Antonio Marina dice que nuestro cerebro tiene una cualidad que denomina “el bucle prodigioso”, por el que nos anticipamos al futuro desbordando nuestras realidades, creamos cultura, que, al mismo tiempo, moldea nuestro cerebro, que, a su vez, nos vuelve a lanzar a plantearnos metas imposibles. Y que todo esto lo hacemos porque nos mueve tanto la imaginación como la necesidad. Conocemos para vivir y no al contrario. El apasionante debate sobre las razones por las que amamos la aventura está, pues, en plena ebullición. Pero lo que no está en duda es que el espíritu aventurero es una de nuestras más profundas señas de identidad como especie.