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Delantero grande, un codo de más

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Ahora que la grada deja significativamente de cantar a Falcao y Arda, resuena en el Calderón la canción de Diego Costa. El tipo no para. Lo intenta una y otra vez. El desmarque, el choque, la carrera, el quiebro. Presiona, roba, salta, huye. Es un pesado, una mosca cojonera, un suplicio permanente para las defensas enemigas. Insistencia, velocidad y recursos numerosos pese a las apariencias. Sin elegancia ni naturalidad, sobre el alambre de la incertidumbre, a menudo a trompicones, sus lances están siempre ahí: una bicicleta, un recorte, un eslalon, una patada a seguir.

El 19 es un puñado de conquistas a los puntos: el despeje forzado del rival, la recuperación del balón, el centro o el gol. Gana por agotamiento. Donde los defensas dicen si pasa el balón no pasa el jugador, Diego establece que pasa sí o sí aunque sea sin la pelota. Sortea a los rivales o los arrolla, los regatea o los traspasa. Pero junto a esas virtudes que lo han convertido en titular y decisivo, un defecto mayor que lo invalida: su propensión al codo (el ojo de Perquis aún conserva hoy las secuelas) y a la bronca, al juego sucio. Combate, pega y recibe, mucho; cobra y da, demasiado. Hace meses confesó que creció sin ningún respeto por el adversario, pensando que soltar codazos era lo normal. Pero no lo es y ya lo sabe. El brasileño está obligado a corregirse. De lo contrario, el reconocimiento del que al fin disfruta en el Atlético se le va otra vez a ir.