¡Abajo la falda y arriba la montaña!
Alguien que, a los quince años, le dice a su profesor de Sagradas Escrituras que lo que no puede demostrarse no existe, sin duda apunta maneras. Y Gertrude Bell confirmó con el resto de su vida lo que ya se avizoraba en su adolescencia. Licenciada en Oxford, espía, comandante del ejército británico, poetisa, erudita, historiadora, alpinista, fotógrafa, arqueóloga, jardinera, cartógrafa, lingüista y sobresaliente servidora del Estado. Todas estas cosas fue Gertrude Bell y podemos conocer en La hija del desierto, la biografía que Lumen ha publicado recientemente, escrita por Georgina Howell. Desde luego, fueron sus andanzas por Oriente Medio entre principios y la década de los 20 del Siglo XX las que le granjearon mayor fama. El gran Lawrence de Arabia, ocasional compañero de intrigas, luchas y aventuras al servicio de Su Majestad británica en esa turbulenta región, dijo de ella que había nacido "demasiado dotada". Hija de una acomodada familia de empresarios del acero se rebeló contra un destino doméstico y se lanzó primero a estudiar y luego a explorar, eso sí, sin renunciar a quién era. Se rebeló contra los que, como el rector de la Universidad de Oxford, le habían dicho: «Dios os hizo inferiores a nosotros y permaneceréis inferiores hasta el final de los tiempos». Usaba vestidos de encaje y fruncidos de muselina (bajo los que escondía, atada a la pantorrilla, una pistola) y recibía a los jeques beduinos en su tienda, donde les agasajaba con mantelerías de lino y vajilla de plata. Sin embargo, es menos conocida su faceta como alpinista. Antes de caer atrapada por la magia del desierto, Gertrude se fascinó por los Alpes franceses, que conoció durante unas vacaciones familiares. Para una vitalidad, física y mental, como la de la joven Gertrude, las caminatas, la comida sana, los paseos en barco por los lagos y demás actividades propias de acomodados turistas se le quedaban muy cortas. Su primer objetivo, para recelo de su familia, fue la Meije, una montaña alpina de 3.982 metros, no sin antes foguearse en el mucho más sencillo pico de La Grave.
Una vez conseguido, Gertrude ya no quiso detenerse, infectada como estaba por el virus de la escalada. Se enfrentó a la Barre des Écrins, la cumbre más alta de los Alpes del sur de Francia, un desafío inmenso para alguien tan poco experimentado y en una época en la que ni siquiera existía ropa adecuada para que una mujer escalase. Así que Gertrude se compró unos pantalones, que escondía bajo la falda hasta que se ponía a escalar, y se lanzó a por su sueño. El diario de su escalada comenzaba cada día con un resuelto: "¡Abajo la falda y arriba la montaña!". Luego vendrían el Mont Blanc, el Grépon y el Dru antes de trasladarse a los Alpes suizos, donde realizó varias primeras escaladas, una de cuyas cimas lleva su nombre: el Gertrudspitze, En 1904, Gertrude culminaría su última gran ascensión, el Matterhorn o Cervino, inspirada por el dramático relato de Whymper, el primero en escalarlo tan sólo 30 años antes. Gertrude Bell ya no volvería a la montaña, atrapada por la infinitud inmaculada del desierto. Aprendió que esos paisajes, las montañas y los desiertos, son lugares donde se goza de una libertad que, poco a poco, hemos perdido en las ciudades.