Un héroe que camina entre nosotros
Cuando Tommie Smith alzó su puño enguantado al cielo de México aún quedaban nueve años para que yo naciera. Conocí su historia mucho después, cuando ya otros deportistas más cercanos ocupaban mi panteón particular: Perico, Magic, Futre... Entonces, con Smith y John Carlos, con el gran Alí, comprendí que el deporte podía ser algo mucho más grande aún que mis gritos por goles y canastas, mi emoción ante demarrajes inesperados. El deporte puede ser historia, puede ser mitología.
Desde aquel día he observado mil veces esa fotografía que me fascina. Tommie y Carlos cabizbajos mientras golpeaban la mandíbula de una sociedad racista y autocomplaciente con un puño negro. Junto a ellos otro valiente, el australiano Peter Norman, plata, con una pegatina del Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos en el corazón, el lugar adecuado. Como digo, he mirado mucho esa imagen con admiración, pero siempre la he sentido lejana, parte de guerras libradas mucho antes de mi época, como al ver al miliciano de Capa o la bandera estadounidense en Iwo Jima, de Rosenthal. Y entonces, Tommie Smith entró en la redacción de AS y temblé.
Saludé a un imponente hombre de 64 años y casi dos metros y mi inglés se quedó atascado en la garganta, como si intentase hablar en suahili. Cayó sobre mí todo el peso de la historia, una historia que, entonces lo entendí, nunca es antigua. Smith no fue un mero atleta, fue un activista, como el reverendo King y Malcolm X, que recibió el don de correr muy rápido y lo utilizó, jugándoselo todo, para pedir justicia. Hoy, 40 años después, reconoce que aquella noche, subido al podio, se moría de miedo. Eso le hace aún más grande. Porque quien lo arriesga todo sin sentir miedo es un temerario, pero quien lo hace aterrorizado es un héroe. Como Smith, el hombre al que más me ha emocionado conocer en mi vida.