NewslettersRegístrateAPP
españaESPAÑAchileCHILEcolombiaCOLOMBIAusaUSAméxicoMÉXICOusa latinoUSA LATINOaméricaAMÉRICA

La pérdida de Lhasa sí nos atañe

Uno de los pocos placeres que le van quedando a los viajes en avión, una experiencia cada vez más desagradable gracias a burócratas sin oído ni cintura y obsesos por la seguridad de toda laya, es la posibilidad de asomarte a un paisaje desde una perspectiva que le hace parecer todavía intacto. Por desgracia, cada vez más suele ser una mera ilusión que se desvanece en cuanto tocas tierra. Hace unos días, volábamos hacia Lhasa, capital del Tíbet, y desde mi ventanilla pude disfrutar de las espectaculares montañas tibetanas, esa muralla incomparable de hielo y roca que protegió a esta región de Asia durante milenios y que hizo que la mítica ciudad prohibida, capital del Techo del Mundo como ha sido llamado el Tíbet, viajara del siglo X al XX con apenas modificaciones. Esa luz del Tíbet, cuyos matices y brillo sólo son comparables a los que posee la luz de la Patagonia, bañaba las rugosidades de las gigantescas moles hasta hacerlas parecer casi irreales. Con razón, pensaba, Tíbet fue sinónimo de lugar legendario para los mejores aventureros occidentales del siglo XIX y buena parte del XX. Pero si aquellos exploradores y alpinistas hubiesen descendido del avión con nosotros se habrían llevado una cruel decepción.

Sí, la luz y el aire puro que se clava en los pulmones y las montañas son los mismos. Pero no la mítica Lhasa. El Potala, el gran palacio que domina la ciudad desde su colina, o el templo de Jokang, el Vaticano del budismo tibetano, siguen impertérritos como cuando visité esta ciudad por primera vez en 1990. Pero todo lo demás está tristemente transformado. El viejo mito de los europeos, aquella ciudad perdida, se ha transformado en los últimos quince años de tal manera que ha quedado irreconocible. Fruto de la intensa y metódica labor de las autoridades chinas, Lhasa es hoy una ciudad grisácea, vulgar, fea, por la que paseamos para ir aclimatándonos con vistas al viaje que estos días estoy llevando a cabo por el interior del país. Aquellas primeras horas notamos sus 3.600 metros de altitud en cada paso, sobre todo si teníamos que subir escaleras.

En nuestros paseos nos cruzamos con numerosas patrullas, pues la ciudad sigue estando tomada, fruto del despliegue militar que proviene de las revueltas con motivo de los Juegos Olímpicos. Sin embargo, la tranquilidad en la ciudad es absoluta y unos pocos turistas y peregrinos se mezclan en las calles que rodean el Jockang, donde se encuentra el mercado antiguo. Estoy persuadido de que muchos de ellos considerarán una lástima no haber podido disfrutar de aquella Lhasa, hoy enterrada bajo el hormigón, que atrajo con tanta fuerza a científicos, exploradores y a muchos aventureros. Sin duda, y como tantas ciudades de todo el mundo así lo demuestran, es posible hacer congeniar progreso y transformación con el respeto por la historia y la personalidad, máxime cuando se trata de una urbe tan emblemática como Lhasa. Su pérdida es una tragedia irreparable que nos atañe a todos.

Sebastián Álvaro es director de Al Filo de lo Imposible.