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El amante de las orquídeas

Ayer, remando en el lago de Pockara, viendo el atardecer sobre picos tan bellos como el Machapuchare, una de las montañas más sagradas por estos lares nepalís, me puse a reflexionar sobre la belleza de las maravillas naturales que nos rodean y su benéfica influencia. Conocer ayuda a comprender. Y, en este apartado, les debemos una enorme gratitud a un puñado de apasionados por la naturaleza que a lo largo de los siglos se han empeñado en que conociésemos un poco mejor el maravilloso mundo que nos ha tocado en suerte. Hombres, y alguna mujer, que se jugaron el tipo en el más estricto y peligroso sentido de la palabra para arrojar algo de luz a la espesa y tóxica tiniebla que forman la ignorancia y el fanatismo. De algunos de ellos habla un libro recientemente publicado por Ariel en España, Los grandes naturalistas. En él se pasa revista a la obra y vida de un puñado de entusiastas del conocimiento, desde Aristóteles -que ya describió la importancia del aparato cardiovascular en los seres vivos- a Darwin, cuya percepción de la evolución cambiaría el mundo, y que muy a menudo corrieron riesgos físicos por su compromiso con la ciencia. Riesgos que les enfrentaba la Naturaleza durante sus viajes de exploración, como el de Von Humboldt por lo más recóndito de las posesiones de la corona española en América cuando comenzaba el siglo XIX, o los a menudo mucho más peligrosos surgidos de la intolerancia religiosa y el poder secular.

No todos son científicos con una vasta formación. Así, Mary Anning es un caso realmente destacable por ser mujer, porque no tenía ningún tipo de estudios y porque sus hallazgos en paleontología fueron tan incontestables como sobresalientes. Esos restos petrificados se convirtieron en una de las múltiples evidencias que sirvieron a otro tipo peculiar para crear una teoría que habría de transformar nuestra visión del mundo de manera radical.

Era un inglés apasionado de las orquídeas (de hecho, escribió a un amigo que "...me han interesado más que casi cualquier cosa en mi vida") al que los azares de la vida le habían llevado a bordo de un barco, el Beagle, que iba a dar la vuelta al mundo, allá por 1831. Cuando Darwin regresó traía germinando en su cerebro una idea revolucionaria: la evolución de las especies es producto de la selección natural surgida de la lucha por la vida. Pero esa idea tardó más de veinte años en florecer definitivamente en el libro El origen de las especies. Y es que para entender la Naturaleza no basta con las grandes ideas, hay que buscar en los recovecos en aparencia más humildes. Gracias a ello comprenderemos que nuestro destino es uno pues "el mundo natural es una unidad viva de formas de vida diversas e interdependientes". Que hay que entenderlo en su globalidad y que somos uno mas de los seres, complejos, diminutos y vulnerables, perdidos en la orilla cósmica de una galaxia en la Vía Láctea.

Sebastián Álvaro es director de Al Filo de lo Imposible.