Hillary hizo realidad los mejores valores de la montaña
Se ha ido uno de los pioneros, aquellos que nos enseñaron a las siguientes generaciones cómo la gran montaña podía ser además de un reto, un inigualable territorio de historias, sueños y aventuras. Pero la figura de Hillary es emblemática por más razones que por haber sido el primer ser humano en alcanzar, junto al sherpa Tenzing Norgay, la cima más alta del mundo, el Everest en 1953 (siempre y cuando no lo hubiesen logrado en 1924 George Mallory y su compañero Andrew Irvine). Quizá hoy se nos haga difícil llegar a calibrar lo que supuso su conquista del Everest. Una Gran Bretaña tronchada por la Segunda Guerra Mundial asumió ese triunfo como un logro nacional que les devolvía el orgullo colectivo y la esperanza. Un carácter menos firme habría, a buen seguro, sucumbido a la adulación. Sin embargo, aquel joven apicultor neozelandés supo armarse de humildad y sabio relativismo para afrontar los continuos homenajes. Volvió al Himalaya en varias ocasiones y participó en la expedición transantártica de la Commonwealth en 1958. Pero su actividad más intensa se concentró hasta el último momento de su vida en ayudar al pueblo sherpa construyendo para ellos, a través de su fundación, escuelas y hospitales. Hillary es de esa gente que ha hecho realidad los mejores valores de la montaña: haber sido alpinista viejo antes que alpinista bueno, y ser una gran persona a pesar de haberse convertido en una celebridad de categoría mundial.