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Donde la grandeza es posible

Porque está limpio". Así respondió T. E. Lawrence, el famoso "Lawrence de Arabia", a la pregunta de por qué amaba tanto el desierto. Pensaba en él y su increíble peripecia durante la Primera Guerra Mundial en otro rincón de este Sahara que ahora nosotros recorremos a pie. En él y en otro puñado de aventureros que han recorrido los desiertos de la Tierra. Personas de muy diferentes orígenes, talantes y motivaciones pero con algo en común: la fascinación por la belleza desolada de este paisaje. Desde luego no es una belleza obvia, de fácil percepción.

Como cuenta el propio Lawrence en su "Los siete pilares de la Sabiduría", y nosotros estamos sufriendo cada jornada de marcha, por el día el sol "...nos fermentaba y el viento batiente nos aturdía. Por la noche... las innúmeras estrellas nos reducían a un estado de vergonzosa pequeñez". El francés Théodore Monod, con numerosas expediciones a los desiertos africanos, también nos ha hablado de la abrumadora dureza de la vida en el desierto pero, como Lawrence, se confiesa subyugado por la belleza de este "infierno pedregoso, esta inmensidad desabrida".

Pronto el desierto se adueñó de sus espíritus mientras aprendían la enorme lección de humildad que imprime un espacio como éste, que ha sido definido como el más antiguo, descarnado y asombroso paisaje que existe sobre la faz de la Tierra. Quizá se deba a que Lawrence y Monod, o Almásy, o Saint-Exupery o tantos otros brillantes exploradores de los desiertos, pertenezcan a esa hermandad de peligrosos soñadores, como los definió el propio Lawrence, que sueñan despiertos, ya que ejecutan sus sueños con los ojos abiertos para que éstos se hagan posibles. A esa estirpe singular pertenece por derecho propio una mujer con la que me siento muy identificado en estos días de marcha junto a un puñado de dromedarios.

Se trata de la viajera y escritora australiana Robyn Davidson. Un día decidió atravesar el desierto australiano con una perra y tres dromedarios como única compañía y ninguna experiencia previa. Cuenta en su magnífico "Las huellas del desierto" (Mondadori) cómo se iba transformando en una criatura más del desierto mientras caminaba y caminaba por un espacio que escapa a la comprensión humana; era como si en cada día cupieran un millar de días y en cada paso un millón de años.

El desierto australiano tampoco tardó en mostrarle sus muchos inconvenientes y peligros: las tormentas de arena, el calor asfixiante, la soledad opresiva en la que crece como una mala hierba el miedo. Y sin embargo, tras terminar su peripecia frente a las costas índicas de Australia, reconocía que no podía despedirse del desierto. "...Siempre volver una parte de mí, al menos, quería pertenecer a allí. Porque, en el lugar de donde yo vengo, la vida no era bastante dura, o bastante peligrosa, para exigir grandeza de los individuos. Allí, en el desierto, la grandeza era aún posible".

Sebastián Álvaro es director del programa Al filo de lo Imposible de Televisión Española.