Cerca de la cima siempre hay mil excusas para bajarse y una sola razón para subir”. El copyright de la frase es de Ramón Portilla (Madrid, 1958). Una metáfora inspirada en las montañas, pero aplicable a cualquier ámbito de la vida. Septiembre es buen mes para agarrarse a una de estas citas cuando el mundo convencional que gira a nuestro alrededor te taladra la cabeza sugiriéndote que es el mes perfecto para arrancar nuevos proyectos/ temporadas/ retos/ caminos. Una frase profunda, la de las excusas en la vida (cima), que brota con la sinceridad que te devuelve un espejo con tu propia imagen. Hay gente que se habitúa a no mirarse para no asustarse (a algunos no les gusta verse gordos o, peor aún, tristes); otra gente sólo se atreve a mirarse con su perfil bueno; otros optan por los filtros que brinda la moderna tecnología de los móviles y redes sociales, con el fin de vivir una realidad que no es suya, sino del like ajeno; pero pocos se atreven a mirarse a sí mismos en ese espejo, reconocer la realidad que transmiten tus propios ojos, olvidarse de las excusas y afrontar con coraje las decisiones que haya que tomar para empezar a verse de otra manera. Por eso, otros muchos, en lugar de ponerse frente a ese espejo de realidad, se agarran estos días de septiembre a consejos como el del letrado Aitor Pérez Girona (aplicables a todas las profesiones) con el fin de afrontar la nueva ‘temporada’ judicial: “Septiembre no es mes para tener ilusiones ni ponerse objetivos. Es un mes para dejarse llevar y mantener la higiene es un objetivo que se debe cumplir, sin incrementar mucho el uso de alcohol y ansiolíticos”. Entre esos dos mundos, el del existencialismo de las montañas (donde el ser humano conquista su auténtico ser ante la responsabilidad de actuar en el mundo y no convertirse en vasallo de los acontecimientos) y el determinismo laboral (donde la resignación surge como un quietismo y el miedo nos inmoviliza y debilita) nos plantamos en Valdemorillo el pasado 9 de setpiembre, en los antiguos hornos de la antigua fábrica de cerámica allá por 1845 con Juan Falcó y hoy reconvertido en la Casa de Cultura Giralt Laporta, en memoria al fundador de la antigua fábrica de vidrio sita también en este pueblo, a 35km Madrid y con 12.000 habitantes. De momento, para buscar la esencia de un perseguidor de sueños hay que mover el culo y no basta con encender un móvil para unirse a Twitch. Los nuevos tiempos, por ejemplo, permiten que te compres una vajilla por Amazon (suponemos que fabricada en China y no en Valdemorillo), pero para descubrir la autenticidad del espíritu aventurero de la escuela old hay que seguir las viejas costumbres.
Como diría José Ramón de la Morena, Valdemorillo es tierra de conquistadores ilustres de sueños como Manuel Franco o Carlos Suárez. Y siguiendo los consejos de Pérez de Tudela (“si yo siguiera haciendo periodismo lo que haría sería hablar bien de mis amigos”), me viene a la cabeza una conversación con Manu hace no mucho tiempo, delante de las máquinas expendedoras de la calle Valentín Beato, sobre el devenir del oficio de periodista (después de haberse dado unas cuantas vueltas por el mundo cubriendo como plumilla la Fórmula 1 o el Dakar) y el sueño de reciclarse para abrir de nuevo el viejo restaurante de su padre. Hoy La Casa de Manolo Franco aparece en la Guía Michelín y la Guía Repsol como un paraje gastronómico de envergadura. Plis, plas. Dicho y hecho. Como el que holla (con sangre, sudor y lágrimas) la cumbre y luego se tira en paracaídas desde arriba, como Carlos Suárez. Plis, plas. Dejando atrás poderosas excusas para entregarse en cuerpo y alma a emocionantes retos, envueltos por la angustia que marca la incertidumbre de descubrir si esas decisiones serán reconfortantes o echarán al traste todo. De eso es de lo que vino a hablar Ramón Portilla, el hijo del carnicero de la calle Moratines (en el barrio de Embajadores de Madrid) que descubrió el mundo mágico de la montaña gracias a La Pedriza. Su adhesión durante sus tiempos mozos en los UBSA (Unión de Buitres SA) le permitió escapar de un mundo oscuro, que atrapó a muchos jóvenes de la capital madrileña en las drogas durante la década de los 70, para escalar montañas. Luego, un tiempo más tarde, después de escribir durante años poderes y testamentos en una Notaría donde trabajaba, Ramón dedujo que al lema de los Ilustres Colegios Notariales, Nihil prius Fide (“Nada antes que la fe”), le faltaban al menos tres palabras más: “Nada antes que la fe en las montañas”. Así, un buen día, es como decidió pedir una excedencia, un adelanto de sueldo de tres meses para aventurarse en una expedición en el Himalaya y no regresar jamás al mundo de los normales. Plis, plas. Convencido de que él también quería dar fe de su propia existencia y de las preciosas cumbres que habitan en nuestro planeta. De este modo se convirtió en el primer español en alcanzar la cumbre más alta de cada continente en la década de los 90 (“tuve la suerte de escalar ochomiles cuando no estaba de moda escalar ochomiles”, repite). Así, también, es como un buen día apareció en el Vicente Calderón para ejecutar un saque de honor en un partido de un Atlético de Madrid presidido por Jesús Gil. “Al día siguiente aparecí en todas los periódicos y radios del país por dar una patadita a un balón, yo que no había visto un partido de fútbol en mi vida y llevaba toda mi vida escalando montañas”, cuenta un montañero que colaboró durante 13 años en el gran ‘Al Filo de lo Imposible’.
Ahora los tiempos no han cambiado para mucho mejor, donde si no te relacionan con el fútbol (antes y ahora) o Twicht (ahora y quién sabe si mañana) acabas en un inmenso saco de inexistencia mediática. Pero estamos ante un hombre que, además de sueños, conquista empresas que le contratan para motivar a sus empleados, sin ir más lejos, la pasada temporada dio dos charlas a los ejecutivos y empleados del Atlético de Madrid, y acabaron ganando la Liga. “Ahí dejo el dato”, suelta con una sonrisa picarona nada más empezar una conferencia llamada “Por las montañas del mundo”. La excusa son las montañas para adentrarse en algo más profundo como son los sueños y la pasión que nos guía a ellos. Hacer caso a una luz interior que tod@s albergamos en algún lugar de nuestro corazón. En eso Ramón Portilla es el mejor ejemplo de fedatario para demostrar que da igual el lugar de nacimiento o condición social para subir a la cima. Embajadores dista mucho de vivir el ambiente alpino que mamó Kilian Jornet desde que naciera en un refugio del Cap del Rec; y 60 años después sigue vive viviendo en la misma casa y el mismo coche (“no tengo propiedades, el dinero que tuve siempre me lo gasté en viajes”). “No importa el reto, importa la actitud es lo que digo en las conferencias de empresa que me llaman, aunque la buena motivación es que les paguen buenos sueldos a sus empleados”, sostiene con una aplastante lógica. Le encantan las motos, pero no te vende ninguna: “En la vida llega un momento que tienes que elegir y rechazar cosas”. Eso le ocurrió con 40 años, con una mochila llena de experiencias y cumbres conquistadas, cuando sufrió un terrible accidente en el Espolón Walker del Mont Blanc que estuvo a punto de no contarlo: “Cometí un error. Me agarré a un bloque del tamaño de un frigorífico y el bloque se desprendió. Me caí como unos 20 metros, colgado a 500 metros del suelo con una fractura abierta de tibia y peroné. Fue la noche más dura de mi vida y a la vez una de las más bonitas cuando vi amanecer. Me agarré a la foto de mi hijo, por aquel entonces de 9 meses, pensando que no quería morir desangrado, que quería verle crecer. Hubo un momento que no importaba el dolor y no quería dormirme durante la noche. Pensaba que si llegaba vivo al amanecer tendría alguna posibilidad de seguir con vida. Fue lo que ocurrió, tras 12 horas colgado, apareció un helicóptero para rescatarme. Yo era el experto. Ellos y los gendarmes fueron los que me salvaron la vida. Tenía 40 años. Había dejado un trabajo fijo por vivir la pasión de escalar, pero ves en un momento que tu mundo se acaba. Que te vas a quedar cojo. Luego pasé una temporada muy mala, donde sufrí mucho. Pensé que solo tenía dos opciones: renunciar y encerrarme a vivir rodeado de recuerdos y libros; la otra, seguir adelante haciendo lo que me gustaba, aunque fuera cojeando, y eso fue lo que hice”, rememora.
Lector empedernido, Ramón Portilla de lo único que presume es del tamaño de su biblioteca de montaña. “Muere lentamente quien evita una pasión. Muere lentamente quien se queja lentamente de su mala suerte” dice uno de sus poemas favoritos de Martha Medeiros. Esa es la lección que nos trae Portilla en sus conferencias. Narra con pasión la historia del alpinismo y su travesía por una infinidad de picos de infinita belleza como el Cerro Torre (3.128), Chogolisa (7.654), Shivling (6.543) o Khan Tengeri (7.001), pero estremece, por ejemplo, el relato de su amor imposible con el K2: “Es la que más he amado de todas y la que no he subido”. Evocó aquella expedición de 1994 en la que perdió la vida Atxo Apellániz. “Lo que vivimos allí lo refleja a la perfección mi amigo Juanjo San Sebastián en ‘Cita con la cumbre’, el mejor libro de montaña que jamás nadie haya escrito”, subraya. Llegó al corazón del auditorio tras la lección que sacó del Laila (6.096), cuando lo coronó al sexto intento. “Cuando bajé de la cumbre cojeando era un momento que no sabía si era el más feliz de la tierra o el más triste. ¿Qué es más importante el camino de luchar por el sueño o el hecho de conseguirlo?”. Parafraseando al mismo Portilla, montañeros y periodistas recorremos el camino sobre huellas de gigantes. Así que seguir compartiendo lo que el mismo protagonista relata en sus conferencias y libros (Sueños de roca, 2021; Historia de bellas montañas, 2016; y Las siete cumbres, 2005) me parece como si lo estuviera traicionando de alguna manera. Como si me diera por colgar en Facebook decenas de croquis de vías desconocidas. Por eso, a mí el único plis,plas que me sale es el de recomendar las conferencias de Ramón Portilla y citar sus obras, junto a la de todos los periodistas alpinos auténticos que narraron sus andanzas. Todo lo demás fueron las irrelevantes reflexiones de un plumilla que llevaba unos días poniendo mil excusas para no escribir esta reseña.
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