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De "hacerse un Bradbury" a "hacerse un Luis Enrique"

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De "hacerse un Bradbury" a "hacerse un Luis Enrique"

Qui resistit, vincit. Este artículo va para ese estudiante-opositor que piensa que va a suspender el examen que debe afrontar en breve. Va para toda persona que vive un tiempo de crisis y que le toca soportar el sufrimiento, la angustia y la pena. Incluso para el que piensa que no puede cambiar su suerte. A veces la vida te recompensa con el simple hecho de mantenerse en pie. Que se lo digan a Steven Bradbury. Algunos lo llaman suerte, potra, flor, jardín o milagrito de la virgen de Lourdes. Puede ser. Si todo esto te suena a discurso de coach barato, lamentamos informarte de que te has equivocado de ventanilla. Ponte, en ese caso, a estudiar sin descanso pese a que siempre habrá alguien mejor que tú; a trabajar hasta la extenuación, incluso hasta que te quedes sin motivación; a producir sin conocimiento alguno, hasta que vivas una vida que no desees vivir; en definitiva, ponte a sufrir sin consuelo. No pierdas el tiempo leyendo por aquí. Haz todo lo que creas que tengas que hacer menos seguir procrastinando. Pero si quieres aliviar tu sufrimiento (porque pienses lo que pienses, estarás siempre en lo cierto), a lo mejor te interesa no venirte abajo y descubrir qué es “hacerse un Bradbury”.

“Se dará tiempo al tiempo, que suele ser dulce salida a muchas amargas dificultades”, escribía Cervantes en La gitanilla. Con la filosofía Bradbury, vamos a partir de una especie de yin y yang. Hay un factor inesperado, pero merecido; un factor sorpresa, pero trabajado; y un factor heroico, pero terrenal. No estamos hablando una cuestión random, sino de algo más profundo y karmático, a la par que inexplicable. Bradbury saltó a la fama después de ganar contra todo pronóstico la carrera masculina de 1.000 metros en pista corta en los Juegos Olímpicos de Invierno de 2002, en Salt Lake City (Utah), lo que significó la primera medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Invierno para Australia. Ganó aquel oro porque todos sus contrincantes (cuatro) se cayeron en la última vuelta. "No estaba seguro de si debía irme celebrarlo o a esconderme en un rincón", dijo tras ganar el oro.

La historia de Bradbury puede ser vista como el oro más ridículo de la historia. Muchos hasta lo ven inmerecido. Más si cabe cuando su pase a la final también fue de rebote. Se enfrentó al coreano Kim Dong-Sung, el japonés Satoru Terao, el chino Li Jiajun y al canadiense Mathieu Turcotte. Se coló porque descalificaron a Terao. Y lo que sucedió en la final forma parte de los anales de la historia del deporte. Bradbury llegó a esa final con 29 años. Consciente absolutamente de que no tenía posibilidad alguna de rascar una medalla si la carrera se desarrollara con normalidad. Llegó con los pies en la tierra, consciente de que su mejor momento como deportista posiblemente ya hubiera pasado. Había ganado tres medallas en Mundiales de patinaje en pista corta en 1994 y un tercer puesto en los JJ.OO. de Invierno en Noruega. En un accidente en Montreal, los patines de un rival cortaron su muslo derecho y precisó 111 puntos de sutura, lo que le costó 18 meses de recuperación. En 2000, en Sydney, se estrelló contra una barrera durante el entrenamiento y se fracturó dos vértebras cervicales. Le dijeron que jamás volvería a patinar. Esa final de 1.000 metros de Salt Lake City la afrontó sin presión alguna. Con muchos años de penurias y esfuerzo sin recompensa. Lo lógico es que hubiera acabado su carrera profesional como lo hacen otros muchísimos deportistas, esto es, sin besar la gloria. Pero sucedió lo impensable. Como si el universo transformara por unos segundos la mala suerte que arrastró durante años. Sucedió lo que todo estudiante apurado sueña cuando lleva un mal un examen: que le pregunten justamente lo poco que sabe. Bradbury permaneció toda la carrera en última posición. Sin posibilidad alguna de ganar. Usando la táctica de la que luego hizo una marca: “Last man standing”. A medida que avanzaba la carrera, sus posibilidades parecían más escasas con cada vuelta que pasaba. Pero cuando el cuarteto líder dobló la curva final, Lia Jiajun intentó una maniobra de adelantamiento demasiado ambiciosa y chocó con el estadounidense Apollo Ohno, lo que provocó que barrieran también al canadiense Mathieu y el coreano Ahn Hyun-soo. Fue entonces cuando un ojiplático Bradbury cruzó la línea de meta para ganar la carrera.

El que se mantiene en pie, gana. “Es un éxito, pero no me siento bien. No era tan fuerte como los otros oponentes, pero voy a aceptarlo. Vine a estos Juegos con la esperanza de compensar las oportunidades en las que no patiné lo mejor posible. Me considero el hombre más afortunado. Dios te sonríe algunos días y este es mi día", confesó a pie de pista aquel año 2002. Tuvo dudas de si merecía saborear ese triunfo. Pero al final entendió que fue la recompensa a toda una carrera de patinaje, en un país sin tradición en esta modalidad, ni en los deportes de invierno. Fue un milagro. Algo inesperado y accidental, pero se convirtió en un héroe nacional. Se acuñó desde entonces la expresión "doing a Bradbury” y hasta tuvo su propio sello como homenaje, además de ser condecorado con la Orden de Australia e ingresar en el Hall of Fame. Hoy en día es una celebridad en su país. Conferenciante, motivador, monologuista y fundador de la cerveza australiana Last Man Standing. Así es la vida de un ganador. Esperar su oportunidad y vivir dando charlas y promocionando su propia cerveza. Un héroe porque la historia de Steven podría ser la de cualquiera de nosotros. No es como lo de “hacerse un Luis Enrique” en esta Eurocopa, que vendría a ser algo como luchar contra viento y marea, pese a lo que diga la gente, y confiar ciegamente en tus posibilidades, en tu flor y en tu papel de líder cuando muy pocos apostaban por ti y tu equipo antes de pasar a octavos. Pero no todos nos vemos reflejados en la piel de Luis Enrique. Está hecho de una pasta especial. Por lo que vivió dentro y fuera de los terrenos de juego. Nuestro seleccionador es un héroe; Bradbury, un tipo corriente.  Eso sí, ambos con un denominador común: Qui resistit, vincit.

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