Una noche contra el fútbol de cartón piedra
En Berlín se jugó un partido que trasciende el sentido que, por desgracia, preside una idea cada vez más instalada en el fútbol, asociado más que nunca, quizá irremediable, a la codicia mercantil, a la apropiación que el mundo financiero ha establecido de un juego que hasta hace no tanto -25 años, más o menos- no figuraba entre sus intereses. No, desde luego, de los fondos de inversión estadounidenses que ahora invaden la Premier League, ni de los países de Oriente Medio, que no destinaban sus petrodólares a un entretenimiento que les resultaba indiferente, ni tan siquiera de los oligarcas rusos que empezaban a florecer en el casino que troceó que la economía postsoviética como si fuera el Far West. Es el mundo que ahora gobierna el fútbol, lo vampiriza, desnaturaliza y desequilibra. Por eso, en el estadio Olímpico de Berlín se vivió una noche que recordó la importancia como expresión genuina de una comunidad, de una manera festiva, solidaria y amable de vivir el fútbol.
Despojado del maravilloso ambiente que irradiaba el abarrotado Olímpico de Berlín, el partido sonaba a intrascendente, un simple trámite del calendario, la última fecha de la fase de grupos de la Liga de Campeones. El Unión Berlín todavía guardaba alguna esperanza de alcanzar un puesto en la Europa League, pero en ningún momento, ni cuando se adelantó en el marcador, ni cuando empató el partido, ni en la derrota final, se apreció otra cosa que fervor y felicidad. Era la gente de un equipo de barrio, desconocido hasta hace un par de años, construido por una pequeña comunidad en el desierto futbolístico del antiguo Berlín Oriental, hinchada que edificó un campo con sus manos, ladrillo sobre ladrillo, del mismo modo que el equipo ascendió paso a paso por todas las divisiones del fútbol alemán.
Un equipo de otro tiempo, una hinchada de otro tiempo, el fútbol con memoria de su origen barrial, popular, aglutinador, un club que no puede disputar la lujosa Liga de Campeones en su campo porque es un recinto pequeño y humilde, el lugar de encuentro de la gente del distrito de Kopenick, en el extrarradio sureste de Berlín. Su hinchada se trasladó en masa al estadio Olímpico, lo llenó con 70.000 almas y convirtió el encuentro en una celebración popular, en un festejo que colisiona frontalmente con el fútbol de cartón piedra y maquinaria especulativa que se predica en estos tiempos.
En el fervoroso ambiente del Olímpico, la hinchada del Unión Berlín representó a todos los Unión Berlín que existen en el mundo del fútbol, incluidos los que no se han enterado de que son unionberlinenses, es decir, el 99% de los clubes del planeta, condenados a la desafección, y previsiblemente la expulsión, de un modelo que favorece una desigualdad extrema y detesta el roce con todos lo que habitan fuera de su exclusivo y hermético círculo de dinero, influencia y poder.
Esa conexión primaria y popular atribuyó al partido el interés clasificatorio que no tenía la noche. Le concedió el aroma del fútbol de toda la vida, de una sinceridad emocionante que también alcanzó al partido. El Madrid jugó bien o muy bien el primer tiempo, pero se recreó en su superioridad. El Unión aprovechó sus limitados recursos con ardor guerrero, el de un equipo que en estos tiempos defiende el pabellón de los desheredados de la tierra y de la masiva legión de víctimas que empieza a asomar por la puerta del codicioso modelo actual.
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