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La divisoria de Pelé

En algún momento, el fútbol se dividió en dos eras: antes y después de Pelé. Empujaba el carácter expansivo del juego, que había saltado de un lado del Atlántico a otro y empezaba a atisbar otros continentes, poseído por una mística sacralizante. Esa expansión pedía a gritos un elegido, un futbolista portentoso, nunca visto, destinado a provocar un delirio universal. O sea, Pelé.

Abundaron estrellas antes y después de Pelé, pero la gran divisoria del fútbol la marcó él. Irrumpió en un momento de cambio, cuando las comunicaciones comenzaron a estrechar el mundo y la imagen se empeñó en competir con la palabra. A mediados de los años 50, la televisión decidió explorar las posibilidades de un juego que entró como un guante en los hogares europeos y sudamericanos.

Aquel tiempo, que en términos históricos coincidió con el Mundial de Suecia, en 1958, requería algo tan novedoso como inclasificable, no una estrella al uso, sino un predestinado. Era un momento para un advenimiento, no para la consagración de figuras conocidas. El fútbol pedía un acto divino, la irrupción de su particular niño dios, de cuyo magisterio no cabría la menor duda.

Llegaban a Europa noticias difusas de un chico brasileño que asombraba en el Santos. Se llamaba Pelé, tenía 16 años y se especulaba con su presencia en el Mundial de Suecia. Se hablaba de sus proezas con la pelota, tan insospechadas que invitaban a fabular, condición indispensable para edificar un mito. Pelé, que finalmente fue convocado para disputar el Mundial de Suecia, no tardó un minuto en verificar las expectativas con ingenio y goles.

Brasil ganó el Mundial de 1958 y Pelé se aupó a la cima del fútbol, de la que nunca descendería. El mundo se maravilló con un futbolista sin igual, combinación perfecta de talento y armonía, potencia y delicadeza, astucia y determinación, voraz con el gol y cartesiano en el pase, imponente cabeceador, chutador implacable, febrilmente competitivo y dueño de toda clase de trucos con la pelota. Acababa de cumplir 17 años.

En Suecia, Pelé dio rienda suelta a su precocidad y protagonizó jugadas raras veces vistas, con el valor añadido de la belleza y una creatividad exultante. Tenía además todos los flancos cubiertos. Jugaba para ganar. Era el más concreto y el menos espumoso de los futbolistas. Y el más valiente. Desde joven practicó el ojo por ojo en las guerras de los tobillos. Le avalaba también su procedencia. En el fútbol, Brasil era la promesa de la naturaleza virgen, radiante, incontaminada. Pelé lo verificó antes y mejor que nadie.

Convertido en la medida patrón de la excelencia en el fútbol, Pelé nunca abandonó su puesto de gran jerarca. O Rei, le llamaron pronto. Sucesivos pelés fueron bautizados en la prensa. Ninguno se le acercó, ni en su primera versión, la del adolescente cautivador, ni en la última, interpretada por el líder de la selección que deslumbró en el Mundial de México, en 1970.

Aunque Pelé solo hay uno, una señal de su grandeza fue capacidad para elegir qué Pelé deseaba ser en cada momento. Ganó tres Mundiales, el primero en 1958 y el último en 1970, con 29 años. El futbolista exuberante de sus comienzos, provisto de unas garantías técnicas y atléticas desbordantes, se transformó en México 70 en el más concreto y brillante de los futbolistas.

Para una generación, ese nuevo Pelé resultó sorprendente. México 70 fue el primer gran Mundial de la televisión, preparada para desvelar fábulas y misterios, para confirmar o desmentir su veracidad, para acreditar o desacreditar el mito Pelé. En México el mito se agigantó. En cada partido dejó una, dos o tres jugadas para la historia: el remate desde medio campo que superó a Víktor, el portero checo, pero se escapó por centímetros junto al palo; el maravilloso engaño bifurcado a Mazurkiewicz, guardameta uruguayo, que terminó con un suave remate que tampoco encontró la portería; el célebre cabezazo que Gordon Banks despejó milagrosamente; el perfecto cabezazo en el primer gol a Italia en la final; el regio pase final a Carlos Alberto en el cuarto gol contra Italia.

Ese último Pelé, clínico como un cirujano, estaba a punto de cumplir 30 años. El joven ciclón había depurado todo su talento hasta convertirse en un manual de sabiduría, sin abandonar por un minuto su condición de elegido, destinado a marcar una divisoria que permanecería para siempre en el fútbol: antes y después de Pelé. Nunca un nuevo Pelé.