Jugarse la vida por el fútbol
Los emigrantes del siglo XIX se encomendaban a dios para atravesar océanos hacia una vida mejor. Los museos que estudian este fenómeno como el de la isla de Ellis en Nueva York recuerdan que la Biblia era el fetiche fijo en las maletas. Los que huyen hoy de la guerra y el hambre llevan una camiseta de fútbol. Miles de africanos se dejan la vida cada año en el Mediterráneo y el Atlántico para llegar a Europa. Su meta, el éxito, simplemente una vida mejor, es formar parte del espectáculo del fútbol, el principal estilo de vida que exportamos.
En lo que va de 2024, casi 200 personas han muerto en los mares de la frontera sur de Europa. Hemos deshumanizado a estas víctimas. Son números y una masa uniforme tratada como un problema por la prensa, los políticos y la opinión pública. Los equipos que llevan en sus pechos no se dan por aludidos. Sin embargo, en las últimas décadas el fútbol europeo va desviando su mirada mercantil a sus países de origen. Cientos de escuelas crecen en Costa de Marfil o Ghana en busca de talento en bruto y barato. Es la nueva colonización.
Mi amigo Mohamed Kondry tiene 16 años y pagó 6.000 euros para llegar a Madrid desde Guinea Conakry. Juega en Los Dragones de Lavapiés y el sábado fue al Bernabéu a ver a las leyendas. En su whatsapp recuerda a un amigo fallecido y en su perfil de Instagram se ha puesto el nombre de su ídolo Vinicius. El viernes jugué con su equipo al fútbol y le di la revista Líbero que lleva su historia en la portada. Pensará que el fútbol le está devolviendo algo del esfuerzo. Pero Líbero volverá a hablar de sus cosas en breve y el Bernabéu está vetado para gente como él. Igual que los clubes que rechazan a los que no valen, la vida en Europa también expulsa a los que no puede exprimir.
La prensa de EEUU suele fotografiar las mochilas de los migrantes del río Grande. Ya no llevan Biblias sino objetos del Barça junto al cepillo de dientes. Los que tengan éxito podrán ver LaLiga en Miami, como quiere Javier Tebas. Así funciona el mundo.