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Insufrible pedorreo

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Jugaron el Real Madrid y el Atlético en el Bernabéu, pero un minuto después de terminar el partido apenas quedaba el recuerdo del rendimiento de los dos equipos. De nuevo se impuso el desgraciado mantra que preside el fútbol actual, infantilizado de tal manera que nadie quiere hacerse cargo de los resultados inconvenientes. El lamentable estado del arbitraje, definitivamente machacado por esa arma de destrucción masiva que es el VAR, ha transformado la polémica, inevitable desde que el fútbol es fútbol, en un barrizal donde caben los registros más infames. Se ha llegado a un punto donde el fútbol es una excusa. Lo que cuenta es su insano universo de maquinaciones, teorías conspirativas, paranoia ambiental y propaganda victimista.

En lugar de disfrutar de los Bellingham y Griezmann de turno, se saborea cualquier polémica de medio pelo, ruidosamente elevada a una condición apocalíptica. Cada jornada empeora a la anterior en este aspecto y el sistema de arbitraje se ocupa de añadir al fuego toda la leña que puede. Cada vez más ojos y más tecnología se ocupan de enjuiciar los partidos. Cada vez se introducen más cambios en el reglamento, a través de incesantes circulares de las que el aficionado común no tiene noticias, o desea no tenerlas, si no quiere volverse loco.

La figura del árbitro es sospechosa desde que empezó a reglamentarse el fútbol en el siglo XIX. En su primera versión, dos jueces, uno por cada equipo, dirigían el partido, acuerdo de caballeros que no evitó desconfianzas, de manera que se eligió a un tercero para dirimir las posturas enfrentadas, decisión que torpedeó el dinamismo del juego y requirió de una nueva solución. En 1891, se oficializó la figura del árbitro y sus dos ayudantes en los costados del campo. Por si acaso, no les abrasaron con reglas. Unas pocas, 14 durante muchísimo tiempo, fueron suficientes para convertir el fútbol en un fenómeno global inigualable.

El árbitro interpretaba unas reglas que eran conocidas por todos, desde el crío que empezaba a dar patadas a la pelota en la escuela hasta el profesional del fútbol. Ese equilibrio natural entre lo que ve un juez y lo que saben los aficionados se ha roto en mil pedazos. De las 14 reglas básicas y bien conocidas por todos se ha pasado a un grueso tomo de normas y circulares de flujo cambiante, cocinadas por la industria arbitral y alimentadas por el culto al VAR, dios invasivo y pejiguero que trastorna el fútbol y alarma a los aficionados, que ya no entienden nada de lo que antes les resultaba tan sencillo.

El fútbol se aleja cada vez más del fútbol y prefiere instalarse en el reality show. La última jornada de Liga es una prueba de su deriva: Alavés-Barça, Girona-Real Sociedad y Real Madrid-Atlético de Madrid quedaron sepultados por las tormentas arbitrales que se desencadenaron en cada uno de ellos. Partidos que fueron interesantes o trascendentes por razones estrictamente futbolísticas -la nueva gran actuación de Lamine Yamal, el frenético ritmo del Girona y de la Real en Montilivi, las variantes que se observaron en el cuarto enfrentamiento de la temporada entre el Madrid y el Atlético- solo convocaron al estrepitoso pedorreo de quejas, acusaciones y paranoia general que caracteriza y banaliza al fútbol actual.

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