El triunfo de una generación; el Masters de nuestro Tiger
Rory McIlroy, tan humano como tú o como yo, ganó por fin en Augusta con el fiel reflejo de lo que ha sido un camino tortuoso y repleto de corazones rotos.


Está bien, y es lo más lógico, entregarse a los deportistas que más ganan, los que más récords acumulan, los que derriban muro tras muro que había colocado la Historia, los que no acostumbran a perder y dejar a los suyos con el corazón hecho trizas. Por eso Tiger Woods es el golfista más popular de siempre y el culpable de que este deporte, en el que precisamente la victoria es una tarea ardua y esquiva como en muy pocos otros, sea lo que es a día de hoy. Sin embargo, hay una generación entera, la de los nacidos en la segunda mitad de los 90 en adelante, que apenas tenía capacidad de memorizar cuando el Tigre pegaba los últimos coletazos de su tiranía, y, por tanto, al solo saber de las proezas de Woods por lo que te contaba tu padre, hubo que buscarse juntos otro rey al que rendir admiración.
Surgió entonces un joven con cara de niño, pelo rizado, nariz puntiaguda, una característica forma de caminar con el pecho hacia adelante y llegado de un remoto lugar llamado Holywood, que aunque este estaba en Irlanda del Norte, también iba a acabar siendo la cuna de una megaestrella. Los que sabían, decían que ese chaval, Rory McIlroy, era un talento generacional. El primero en intuirlo fue su padre, Gerry, que cuando su vástago tenía 15 años apostó 600 euros a que ganaba un British Open en la próxima década. El aterrizaje de Rors fue un terremoto y, a la par, un soplo de aire fresco en el golf, que encontró en este chico a una mina de oro, porque, además de jugar como los ángeles, desprendía una personalidad carismática, el aura que se dice ahora.
Cuatro grandes en cuatro años, incluido el Open que le hizo ganar 300.000 euros a Gerry, hicieron presagiar una carrera de leyenda. Y lo cierto es que Rory nunca ha dejado de estar ligado a la victoria, 44 en su trayectoria, pero lo que le ha hecho especial es que todo lo ha hecho a su manera. Con gen ganador, pero con derrotas que rompen el alma. Con un instinto asesino, pero sin reparos en mostrarse humano y llorar. Con números de otro planeta, pero siempre con la sombra encima de 11 años sin majors, de nunca haber ganado en un templo como Augusta National, de no tener lo que tiene para ser el sexto de la historia con el Career Grand Slam. Además, ha sido muy fácil identificarse con Rors, porque nunca se ha dejado de mostrar como una persona corriente, como tú o como yo: tropieza, pero se levanta; fracasa, pero lo abraza y no deja de intentarlo; se equivoca, pero lo reconoce y hace por corregirlo.
Lejos de lo que se da por hecho de los deportistas que están en la cima, inalcanzables e inquebrantables, McIlroy nunca ha querido estar en esa cumbre, nunca quiso ser Tiger, y el éxito no le ha impedido quedarse en el ‘barro’: su lucha frontal contra LIV Golf le hizo prácticamente perder el norte, en tiempos en los que el dinero lo es todo en este deporte ha sido quien verdaderamente ha apostado por hacerlo crecer, ha hecho todo lo posible por conservar la magia de la Ryder Cup... Incluso es alguien que no se esconde y que explica que lucha contra viento y marea por salvar su matrimonio. Como tú, como yo, o como cualquiera. Deportivamente, incluso en su época más ganadora ya hizo algún spoiler de lo que estaba por venir, sobre todo con su colapso en la ronda final del Masters de 2011. Y lo que pasó el año pasado en Pinehurst, en el US Open que regala a DeChambeau con dos putts de un metro fallados, hubiese hecho que hasta el más devoto dejase de creer: “Si no ha ganado esto ahora, nunca volverá a ganar un major”, es lo que más se leía aquellos días.
Pero el destino, que más que deberle una le debía un puñado al norirlandés, le tenía algo reservado tan especial como él. Enfundarse, por fin, la chaqueta verde. Tomar Augusta National a su 17º intento. Cerrar la herida de 2011, y la de 11 años llegando a Augusta National con la insoportable presión de entrar en el olimpo golfístico. Lo que estaba claro es que esta victoria no podía gestarse de otra manera que como acabó sucediendo: de la esperanza al destrozo emocional, del ‘vale, ahora sí que sí', al ‘otra vez no, por favor’. Capaz de un hierro nefasto en el 13 y de otro prodigioso, de los mejores golpes de siempre, dos hoyos después; de errar el putt en el 18 para regresar un cuarto de hora más tarde y clavar el approach. Así ha sido el recorrido de Rory y su legión de fieles, dando más sentido que nunca a la palabra, durante década y media, y así tenía que ganar un Masters. No lo ganó él solo. Fue el Masters de toda una generación, el Masters de nuestro Tiger.
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