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El lamentable viaje de España al pasado

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Un cierto tipo de derrota conduce inevitablemente al pasado, en este caso el retorno a un tiempo sin ningún brillo. En el descuidado césped de Hampden Park, una de las muchas trampas o trampitas que los escoceses plantearon en el partido, traicionando su historia, España regresó a un tiempo donde la suma de las partes, los jugadores, en definitiva, equivalía a una resta. La Selección regresó a finales de los años 60, a toda la década de los 70 y a un buen trecho de los 80, una larga época de frustración, no tanto por los resultados, que también, como por la falta de coherencia de una Selección que no se sabía a qué jugaba.

Durante décadas, a la Selección le faltó un patrón de estilo, método, plan o como quiera que se llame ese toque distintivo que, por lo general, corresponde a las buenas selecciones, las de toda la vida. Hasta en sus peores años, se sabía cuáles eran las maneras futbolísticas de los alemanes, italianos y brasileños. No hacía falta que ganaran Mundiales o Eurocopas: habían instalado en el mundo del fútbol y en la cabeza de los aficionados una idea básica de entender el juego, cada equipo con la suya.

Se podía entender además como una red de seguridad en los malos tiempos. Italia fracasó en el Mundial del 66 y alcanzó la final en México 70, sin alterar ni un centímetro la percepción que se tenía de su fútbol. Algo parecido ocurrió con Brasil. Después de vencer en los Mundial de 1958 y 1952, cayó en la primera ronda de Inglaterra 66. Cuatro años después, deslumbró en el Mundial de México. Durante 40 años, Alemania mantuvo un patrón de comportamiento tan reconocible que importaba muy poco el tránsito generacional de jugadores. Era Alemania y punto.

No eran necesarios los éxitos para instalarse en una idea. Inglaterra ganó el Mundial 66 y luego se estrelló tanto como España. No ha conseguido un gran título desde entonces y en los años 70 no acudió a los Mundiales de 1974 y 1978, como sucedió con la Selección española, ausente en 1970 y 1974. Hasta en sus fracasos resultaban reconocibles los ingleses: 4-4-2, pelota larga, centros laterales y hasta luego. En cuanto a España, era imposible saber por dónde iba a salir el equipo.

Varias generaciones de buenos jugadores se perdieron en el desconcierto que presidió aquella larguísima época, que alcanzó su punto más irritante en el Mundial 82. Aquel equipo fue una ensalada sin aliñar. Como no había nada a qué agarrarse, la referencia se establecía en ese colérico y vacuo concepto que es la furia. Existían buenos jugadores, excelentes algunos, y a veces se jugaba bien, generalmente en partidos amistosos, pero ni había continuidad ni consistencia ni arquitectura ni nada que invitara a pensar en una estructura articulada, sólida, digna de confianza.

Las constantes decepciones de España resaltaban en el concierto mundial. Cada partido era un mundo, sin relación con el precedente y con el posterior. El equipo no era otra cosa que una pésima suma de voluntades individuales, pero no encajaban las piezas. No existía ni armonía, ni un propósito de estilo. El juego se traducía en un esfuerzo baldío, anárquico, desesperante. Excepto en el Mundial 86, la Selección española siempre estuvo por debajo de la verdadera magnitud de sus jugadores.

En los 90, Clemente configuró una Selección que recibió críticas durísimas, pero el trazo fue evidente. Durante su tutela, todo el mundo sabía a qué jugaba España, gustara o no. En la década siguiente, el fútbol español fue consciente por vez primera de que tenía un plan que ofrecer, un método distintivo, una manera de interpretar el fútbol −en las antípodas del recetario clementista− y de ser interpretada por los demás. Todo el mundo sabía a qué jugaba España. Llovieron los éxitos y llegaron las decepciones, los elogios y las críticas, pero no el desconcierto y la sensación de inmenso vacío que la Selección dejó en Glasgow. Recordó demasiado a aquellas ediciones que parecían olvidadas, un mal viaje al pasado que duele más que la derrota.