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¿Y si fuera el último?

Rafa Nadal ha ido dejando esta temporada varias señales en el camino que conducen a su retirada. No es su voluntad, si dependiera de él seguiría varios años más en acción, pero no esconde que la lesión crónica de su pie, su maltrecho físico, cada vez supone una barrera más alta para desplegar su tenis en la élite. En el arranque del curso ya reveló que, sólo unas semanas antes, había manejado la posibilidad de parar. Pero luego vino aquel famoso “si me rompo, me rompo”, que hizo público Carlos Moyá, y tiró hacia delante con tal ímpetu que se adjudicó sus tres primeros torneos del año, entre ellos una pieza de caza mayor: el Open de Australia. Si rebobinamos a ese éxito, a esos primeros meses, es difícil pensar que Nadal pueda verdaderamente retirarse del tenis. Pero, claro, luego emerge también la imagen del Rafa renqueante en el Masters de Roma, aquel martirio ante Denis Shapovalov, y ese imposible vuelve a tomar forma. A pesar de su tolerancia al dolor, todo tiene un límite. Y Nadal llegará hasta donde se lo permita su cuerpo. Ni más, ni menos.

Su última señal, que ha generado escalofríos entre sus seguidores, ha sido deslizar con mayor claridad que nunca que su partido de este martes ante Novak Djokovic podría ser, en caso de derrota, su última presencia en Roland Garros, su Grand Slam más icónico, allá donde ha grabado un récord cósmico de 13 títulos. Si recordamos la estruendosa retirada de Jo-Wilfried Tsonga hace unos días, y Tsonga no es Nadal, suena raro que el español no vaya a tener un adiós a una altura superior en la tierra de París, y que pueda salir de la Philippe Chatrier por la puerta de atrás. Su declaración también puede interpretarse como una medida de presión para no jugar de noche, una petición que la organización ha desoído, para disgusto de su campeonísimo. Desde luego, si es el último, que no creo, ha sido una mala manera de mimar a su leyenda.