La lección de Andy Murray
Andy Murray dejó congelada a la audiencia el 11 de enero de 2019 cuando anunció, con lágrimas en los ojos, su retirada del tenis: “Siento mucho dolor, no puedo seguir”. Murray jugó aquel Open de Australia con aire de despedida, machacado por una lesión de cadera, tres temporadas después de haber alcanzado la cima como número uno en descarnada lucha con Novak Djokovic, de quien solo le separan siete días de edad, ambos de mayo de 1987. El escocés lucía tres títulos de Grand Slam en su palmarés, dos en Wimbledon y uno en el US Open; dos oros olímpicos, en Londres 2012 y Río 2016; una Copa Davis, en 2015; una ATP Finals, en 2016; 41 semanas al frente del ranking mundial… Aquel inesperado adiós cargó los noticiarios de recordatorios sobre una brillante carrera que le situó como el principal opositor al dominio de Federer, Nadal y Djokovic, de un Big Three que durante esa época se amplió a un Big Four, aunque nunca fue tal.
Murray se iba del tenis, pero realmente no quería irse. Y entonces se sometió a una segunda operación, con una prótesis de metal, que le permitió iniciar una segunda vida deportiva. Sus tres rivales lo habían hecho varias veces, siempre se levantaron, pero su pozo era mucho más hondo. Murray no es hoy el que era, ni mucho menos, pero quien tuvo, retuvo. Y los destellos de su clase resurgen de tiempo en tiempo. La vimos hace un año, cuando dobló a Alexander Zverev en Cincinnati. O en el pasado US Open, cuando puso contra las cuerdas a Stefanos Tsitsipas, en aquel polémico partido a cinco sets donde se indignó con los largos parones del griego. O este domingo ante el prometedor Carlos Alcaraz, a quien batió en Indian Wells en un intenso choque de tres horas, con un ramillete de recursos, de perro viejo, que descolocaron al emergente jugador español. Murray ha dado una lección general con su regreso de las tinieblas. Y otra particular a Alcaraz, quien seguro que habrá tomado nota de cómo se las gasta un número uno.