Cuando menos, la breve cátedra de Ronald Koeman en el banquillo del FC Barcelona servirá para desmontar uno de los malentendidos que desde hace décadas se perpetúa en el imaginario del club. La figura en cuestión es una sinécdoque —ya saben: la parte por el todo— y tiene que ver con Johan Cruyff. Con los años, su influencia en la personalidad del equipo y los éxitos de su legado nos hicieron creer que, en el lenguaje del fútbol, Cruyff era igual a Holanda, y que todo lo holandés debía tener por lógica un fondo cruyffista. Así, la identificación del barcelonismo con Holanda se perpetuó a través de su figura. Luego algunas apuestas por entrenadores y jugadores dieron resultado y otras, no.

En la historia reciente del Barça, más de un fichaje se ha beneficiado de esa sinécdoque sin que de hecho fuera cierta, y en realidad los directivos del club la utilizaban con fines simbólicos, como un vendaje que les protegía de sus errores. Así fue con Núñez y Van Gaal, y así fue con Bartomeu y Ronald Koeman. El holandés volvió cargado de ilusión y le ha tocado vivir una de las etapas más dramáticas del club, donde no había día sin crisis ni revés, ya fuesen elecciones, pandemia, salida de Messi, lesiones, la relación con Laporta... Esa lucha contra viento y marea nos acercaba su sufrimiento, con empatía, y ante las dudas sobre el juego del equipo le disculpábamos y volvíamos a la casilla de salida: es holandés.

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Uno de los rasgos que desde la tradición cruyffista identificamos con ese fútbol es la confianza en los jugadores jóvenes, sin miedo a darles responsabilidades. Ésta será, quizás, el principal mérito que otorgaremos a Koeman cuando ya no esté: su valentía a la hora de hacer debutar a Gavi, Nico, Demir y otros. Pero será también su sentencia: la falta de ideas e imaginación para plantear los partidos, las propuestas antiguas y básicas de su fútbol errante, eran más visibles con los jóvenes en el campo, como un derroche a destiempo. A lo mejor era su manera de protegerse: mostrarnos tercamente que en eso es holandés.