Los bidones de Froome

Chris Froome llega al Tour de Francia, la carrera que dominó en cuatro ocasiones, con 29 días de competición en la presente temporada, en los que exhibe como mejor resultado un 22º puesto en la cuarta etapa del UAE Tour, una jornada llana y sin historia que se adjudicó Sam Bennett al esprint en Al Marjan Island. Ha sido su única clasificación entre los treinta primeros en 2021. Y también la mejor después de aquella terrible caída el 12 de junio de 2019 en el Dauphiné que cambió su carrera deportiva para siempre. El año pasado, todavía en las filas del Ineos, el equipo de sus grandes éxitos, tampoco le fue bien. Su 37º en la Ruta de Occitania luce como su mejor prestación. En la Vuelta a España 2020, su primera y única grande después del accidente, una ronda que ha conquistado dos veces, terminó el 98º. Es lo que hay.

Froome llega al Tour con un rendimiento que no genera esperanza. Chris lo sabe y lo asume, por eso no ejercerá de líder del Israel Start-Up, no podría serlo, sino como capitán de ruta, el veterano que dirige al equipo desde dentro, y como gregario de lujo. “No será raro verme cargar bidones en las próximas semanas”, dice sin complejos. Ya lo hizo en la pasada Vuelta. Entonces trabajó, hasta donde pudo, para Richard Carapaz. Ahora lo hará para Michael Woods. Las nuevas funciones humanizan a Froome, pero también produce tristeza comprobar cómo se desinfla una leyenda del ciclismo que colecciona un póquer de victorias en el Tour. El africano nunca ha sido un campeón robótico como otros predecesores. A Froome le hemos visto correr a pie en las rampas del Mont Ventoux, atrapado en una emboscada en Formigal, terminando una etapa montañosa en Andorra con un pie roto… Sus gestas se han combinado con golpes de infortunio. Siempre mostró un rostro más humano. Pero de ahí a verle arrastrado en la mayoría de los puertos existe un trecho doloroso, difícil de encajar para los aficionados que tanto le admiraron.