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Da igual a quien preguntes. Una vez que pisas Vallecas y su extensión futbolística, el Rayo Vallecano, la vida te cambia. Yo soy autóctono de tres generaciones de vallecanos, pero lo veo a diario. En el migrante, en el futbolista venido de más allá del Scalextric que separa la Avenida de la Albufera de Madrid, en jóvenes periodistas que se desvirgan en el oficio con este binomio barriada-club y terminan enamorados de la franja hasta el tuétano. Nadie es un extraño aquí. El Valle del Kas, como reza la famosa pegata en los coches vallecanos desde los ochenta, es otra cosa. Si entras, sales (si es que quieres salir) siendo otra persona. Mejor persona.

Este ascenso del Rayo Vallecano es una alegría para un barrio que ha sufrido mucho más que otros durante la pandemia. No es barrionalismo, que también lo es, es la constatación de que hay lugares donde resistir no es un karaoke de balcón, es la única opción. Por eso iniciativas sociales como Somos Tribu VK, que con tanto mimo trajo mi compañera Maite Martín a las páginas de AS, ganan premios europeos. Valentía, coraje y nobleza. La de una plantilla que al fin se ha empapado de lo que es el Rayo de siempre y lo ha plasmado en los playoff de ascenso. De Alberto a Bebé y Trejo, desde ya dignos herederos de Felines, Cota, Wilfred y un sinfín de esforzados héroes con botas. También solidaridad, apoyo vecinal y antifascismo. La gente, eso es Vallecas. De Doña Prudencia Riego en aquel sagrado mayo de 1924 al osado que en plena celebración en la Fuente de la Asamblea se atrevió a tocar en televisión y en directo una trompeta a la que no le pudo arrancar tres notas sin desafinar. Qué importa. Al que le guste, incluido el dueño del palco, bienvenido a este maravilloso navío multicultural (por algo Vallecas tiene su propia Batalla Naval) que ahora surcará de nuevo la Primera División. Al que no, como cantan Pulpul y sus Ska-P, pues largo. Porque chaval, esto es Vallecas.