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Sufrir es sentir

El otro día caí en la cuenta de que se cumplían ya quince años de la publicación del disco más esperado de mi juventud, Batiscafo Katiuskas, una obra maestra de los mallorquines Antònia Font. En 2006, todo lo vivía con una intensidad que si fuera eterna resultaría insoportable: las canciones, las películas, el amor y el desamor, las amistades, los celos, los miedos... De todo aquello, aunque parezca que fue ayer, queda poco: la madurez se presenta con una capa de neutralidad que lo suaviza casi todo. De las preocupaciones fútiles de antaño, lo único que sigue siendo dramático es el fútbol que más nos afecta: el de nuestro equipo. En sus partidos recuperamos el histerismo de la adolescencia, la montaña rusa de sensaciones que nos lleva del fin del mundo al paraíso. Esa es su magia: el regreso a las noches interminables de llorar y reír, reír y llorar, pasar de un estado a otro para acabar confundiéndolos.

Llega el mes de abril y después vendrá mayo. Los partidos serán mucho más importantes. La trascendencia de una derrota nos acercará al precipicio y los triunfos nos harán soñar vidas eternas. Si perdemos, volveremos a preguntarnos por qué le llaman afición a algo que genera tanto sufrimiento y nos replantearemos toda nuestra existencia: ¿vale la pena que algo tan azaroso determine nuestro estado de ánimo?

Decepción de varios aficionados en la grada.
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Decepción de varios aficionados en la grada.

Y la respuesta, al final, incluso en los agujeros más oscuros, es que sí. Porque sentir dolor es tomar consciencia de nuestro amor. Porque los golpes más duros nos recuerdan que estamos vivos, que sentimos, que no somos esculturas de piedra que ven pasar el tiempo con estoicismo e indiferencia. Vivir la experiencia vale la pena, genera recuerdos, provoca sensaciones. Como todas esas noches de 2006 que no acabaron como las pretendíamos. Lloramos el rechazo, pero nos supimos capaces de desear.

Es mucho mejor perder y que duela antes que pasarse la vida viendo partidos que no nos importan. Nadie escribe textos sobre tardes inacabables de cabezaditas inevitables mientras pelean equipos que sentimos ajenos.