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Cada gran versión del Barça, cada iteración blaugrana que ha marcado una era, ganando mucho, pero sobre todo dejando un perfume, una huella de estilo admirada en todo el mundo, ha protagonizado a su vez un glorioso desmoronamiento. Colapsa como cayó el Imperio Romano, destruido inopinadamente por los bárbaros. El orden cartesiano acaba devorado por la pasión de los no civilizados, que acuden con antiguos, peludos y desordenados dioses: la presión, la preparación física, la intensidad, pegajosos conceptos que conspiran contra el juego de posición y los triángulos.

Cuanto mejor ha sido el equipo, más ruido en su caída. Es tan cruel que roza lo hermoso, como una invasión que arrasa todo a su paso. Entonces aparece el victimismo culé gritándole al mundo que todo es culpa de los demás. Yo mismo lo hago, aunque me da vergüenza y lo niego. Pasó con el Dream Team en Atenas, sucedió de nuevo con el Barça de Rijkaard, que se alzó triunfante tras años de penurias y congeló su sonrisa cuando anticipábamos un largo dominio. El Pep Team, snif, cayó porque algo tenía que pasar, siempre pasa: un volcán, una nueva directiva rencorosa y suicida, el ego del entrenador que no se atrevió a caer luchando, enfermedades e incluso la muerte trabajaron para bajar del cielo al equipo más bello, coral y ganador jamás creado. Luis Enrique lo resucitó, cierto, pero la avanzada edad de los actores principales y la infidelidad de Neymar troncharon al equipo sin que Valverde pudiera remediarlo.

No parece haber nada común en las causas, pero hay un aroma de soberbia: el día que el Barça grita demasiado orgulloso que el mundo es suyo, comienza a perderlo, pues el fracaso es el hijo de la presunción y la satisfacción. El estrépito comenzó en Roma, no es casual. Quizá la solución a esta terrible dinámica, que parece augurar años de sequía, sea tener paciencia, ser humildes, mirar a largo plazo y asumir definitivamente que el imperio se perdió. Hoy el Barça es el Trastevere, hermoso, decadente y sucio.